El agresivo coronavirus develó la fragilidad del mundo globalizado, desnudó el endeble liderazgo y la incompetencia de quienes están al frente de la crisis para buscar soluciones globales a un tsunami viral que paralizó la economía, colapsó los precarios sistemas de salud y puso en riesgo las democracias más frágiles en occidente. Esos líderes, eclipsados por el poder de las élites corporativas, nunca fueron ni han sido autónomos para tomar decisiones que beneficien al 99 y no al 1 por ciento de la población mundial. Tras sorprenderlos con su arremetida providencial, la pandemia evidenció que sus principios democráticos (de derecha o de centro) estuvieron siempre a la orden del principal postor (llámense multinacionales financieras, farmacéuticas, tecnológicas, petroleras, etc.) y no a favor de las sociedades que decían representar. Treinta o cuarenta años atrás diseñaron un mundo sin el estorbo del Estado, lo quitaron del camino y de la acción pública para darle paso a los desafíos de una nueva era: la dictadura de los bancos, la privatización del bien común y los derechos fundamentales de los ciudadanos, derechos que para conquistarlos cobraron la vida de miles de personas y centenares de años de lucha. Es decir, en solo tres o cuatro décadas aniquilaron de un plumazo la historia, la política, los sueños y la esperanza de la sociedad, para someterla a la ideología del dinero (los bancos) e introducirla caprichosamente en el más frenético individualismo como patrón de subsistencia. El intrépido y audaz proyecto tuvo éxito; el llamado empequeñecimiento del Estado, árbitro imprescindible en las democracias modernas, fue una realidad y se impuso la economía de mercado cuyo fin fue la rentabilidad del negocio y la consolidación de la prosperidad como fuente de igualdad y oportunidad para la humanidad. Sin embargo, sucedió todo lo contrario, creció la inequidad y se concentró la riqueza. El mundo se dividió entre ricos y pobres y la desmesura en la explotación del planeta caminó sobre ruedas sin medir las consecuencias del gigantesco desafío a la naturaleza.   Entonces llegó el sorpresivo virus y descolocó a la humanidad. La aterrizó y evidenció las falencias de la globalización. La respuesta fue improvisada, y no quedó otro camino que el de meternos en nuestras casas para neutralizar la expansión; “no lo hicieron para salvar vidas sino para salvar sus mercados”, dicen los críticos. El coronavirus puso a prueba a los llamados líderes mundiales y, cuando se pellizcaron, se tropezaron con una verdad de a puño: el desdén con que el gran capital (las élites planetarias) miró a la ciencia y a los científicos y cuando las grandes potencias económicas acudieron a ellos se dieron cuenta que no tenían la respuesta adecuada (la vacuna) para impedir la inexorable expansión del virus. Y tras esa reacción tardía e impotente, tomaron conciencia de que la salud es imprescindible y que, paradójicamente, es vital para garantizar que el engranaje capitalista de la oferta y la demanda funcione, porque de ello dependen el consumo, las llamadas cadenas de suministro, el sistema bursátil, las economías del primer mundo y las dependientes; hoy la pandemia los tiene en jaque y mandó para la mierda la industria petrolera para que los países productores, manipuladores de precios, se lo unten o lo regalen porque no tienen donde almacenarlo. A China, la colosal capitalista-comunista, la puso a producir para que nadie le compre. Esa es una verdad ineluctable; sin embargo, no todo es negativo, tras la irrupción virulenta de la covid-19, este trajo consigo un mensaje: hay que cambiar, debemos pasar de la alucinación narcisista a la solidaridad para que la humanidad privilegie lo estrictamente necesario y que el discurso neoliberal, el de los tecnócratas, le dé paso a la política para devolverle al Estado la responsabilidad de garantizar los derechos básicos que son indelegables y sostén de una sociedad que no puede únicamente subordinarse a la oferta y la demanda. De hecho, ese enloquecido y frenético mundo basado en una economía consumista y explotadora desaforada de los recursos naturales nos sentencia que hay que parar para hacer el tránsito de una sociedad DE mercado a una sociedad CON mercado. Solo queda expresar una preocupación final que compartió en una entrevista en El País de España la filósofa alemana Caroline Emke: “La pandemia es una tentación autoritaria que invita a la represión, a la vigilancia totalitaria basada en datos digitales, a la regresión nacionalista. O al círculo darwinista que le pone precio a la pérdida de los cuerpos más viejos, más débiles, menos entrenados”. Ojalá ello no ocurra, hoy necesitamos más una democracia participativa y no la reivindicación de un fascismo que peligrosamente comienza a asomar la cabeza.   @jairotevi