La economía colaborativa, basada en plataformas digitales que unen demanda y oferta entre particulares debe sincerarse. No es un sistema de mutuo apoyo solidario (como su nombre parece sugerir), es un mercado –legal—pero que sigue en los márgenes de la informalidad. Es necesario nivelar la cancha con los demás mercados. El caso más similar es la bolsa de valores. La semana pasada regresó Uber al país bajo una nueva modalidad, de arriendo de vehículos con conductor, una forma jurídica que los hace parecerse más a Avis o Hertz que a un servicio de transporte. También se conoció que Airbnb llegó a un acuerdo con el gobierno para recaudar el IVA en las transacciones que usan la plataforma. A raíz de estas dos noticias se ha vuelto a calentar el debate sobre si esos servicios son legales o no. Los gremios de taxistas y hoteleros denuncian este tipo de emprendimientos como una competencia desleal que además viola las normas sobre transporte público particular y hotelería. Para los defensores de estas nuevas formas de comercio, no se puede prohibir una transacción entre privados y las plataformas no pueden asimilarse a la categoría en la que participan, lo cual parece lógico. Ni Uber es una compañía de taxis, ni Airbnb es un hotel. Pero eso no significa que no deban someterse a regulación. Un ejemplo de este tipo de servicios es la bolsa de valores. Las bolsas son empresas privadas organizadas que prestan un servicio similar. Son un mercado en el cual compradores y vendedores de acciones y títulos se encuentran para realizar operaciones. Antiguamente esos eran mercados físicos, hoy son cada vez más digitales. Pero su esencia es la misma. Emitir títulos requiere unas exigencias legales, que la bolsa debe verificar que el emisor cumpla. Los compradores también están sometidos a reglas y a un escrutinio sobre sus operaciones para evitar maniobras indebidas que alteren el funcionamiento del mercado. Pero el punto más importante es que las bolsas de valores declaran los ingresos que reciben por sus servicios de intermediación y pagan impuestos sobre los mismos. Airbnb ha avanzado en los temas de exigencia de cumplimiento de las normas mínimas para ofrecer hospedaje a particulares (falta ver que tanto verifican). Han dado un paso adicional al aceptar que la plataforma quede inscrita ante la DIAN para colectar y pagar el IVA a las transacciones que se realcen por su intermedio. Falta aún lograr que paguen impuestos sobre la comisión que reciben por las mismas. Por ahora se siguen escudando en el hecho de que son servicios globales “deslocalizados” y por lo tanto ese servicio no está ubicado en el país. Ese argumento es inaceptable, más cuando viene de un servicio que se basa en la geolocalización. Es muy sencillo identificar cuantas transacciones se hacen en Colombia o con clientes o arrendadores colombianos y pagar impuestos sobre esos montos. De hecho ese es el gran reclamo que le hacen los europeos a las empresas digitales. La OCDE ha avanzado en el mismo sentido, proponiendo que empresas que prestan servicios de esta naturaleza repartan su base impositiva entre la sede social (donde está la propiedad intelectual de la plataforma) y los países donde operan y están sus clientes. El asunto es complejo y genera grandes conflictos, como se ha visto por ejemplo entre los gobiernos de Estados Unidos y Francia por ese mismo tema. Colombia debería asumir un liderazgo internacional entre los países en desarrollo para que esas negociaciones no se hagan sin su participación. El caso de Uber es similar, solo que ellos están aún más atrás en el proceso. Pero nivelar la cancha también debería incluir a los propietarios de los taxis. Ellos le “arriendan” el vehículo a un conductor por un turno de 10 horas que oscila entre 80 y 100 mil pesos. La gran mayoría tiene varios vehículos. Se niegan igualmente a reconocer a los conductores como empleados, o sea que tampoco les pagan seguridad social. Controlan además el mercado de las licencias de taxi –los cupos—beneficiándose de su congelamiento en los últimos 20 años. Puede haber ahí también evasión de impuestos correspondientes, dado que todo lo reciben en efectivo. En realidad se parecen bastante más a Uber de lo que dicen. En definitiva, necesitamos una regulación para los servicios y para los ingresos que se derivan de la nueva economía. Pensar en abolirlos o prohibirlos es imposible e intentarlo sería contraproducente para los consumidores, los prestadores y la sociedad. Pero el limbo tampoco es una opción. Reconocer su existencia, formalizarlos y exigirles el pago de impuestos de manera justa, en función de lo que ganan, es por donde deberíamos empezar.