Las fosas cavadas en un lugar de Sao Paulo, en filitas, parecen ventanas de un edifico acostado o celdas remotas de un ritual de una cultura aborigen recién descubierta por un accidente de estos tiempos. La tierra ocre, la disposición juiciosa. Tal vez lo que distrae este arreglo casi perfecto pensado para 13.000 personas es la presencia del buldócer. Interrumpe porque en vez dejar que la imaginación arqueológica vuele, nos obliga a ponerle atención a la realidad. Allí no hay gente, aunque cada huequito, visto así desde el vértigo del dron, es un espacio para alguien; en su vacío ya están llenas de personas, de personitas, que solo cobrarían dimensión cuando nos acercamos, cada una con sus particularidades de color, forma y tamaño. Pero no podemos ver, nadie debe ver. Es una tragedia envuelta, tapada, asfixiada. Muertos idénticos, en cofres iguales, sin nombre y sin credo. En Italia tienen el sello del cementerio al que los deben llevar en caravana. Nada más y da igual: un cofre es el mismo cofre para todos, que son muertos de la misma muerte. No hay historias, no hay deudos, no hay colores o estilos diferentes, ni flores ni rezos ni nada. Más al norte otra fosa común se abre. Se sigue abriendo. Me ha impresionado porque trae recuerdos de infancia: heredé una caja con rectángulos de madera. Con esas barritas de diferentes colores y tamaños, armaba cosas: casas, cercas, vías. Nunca se me ocurrió armar fosas. Hoy veo cómo van apilando los cajones y salta a la memoria el momento en que tenía que recoger todos esos palitos y acomodarlos en la caja rectangular, con tapa que se deslizaba. Ahora les echan tierra encima: cientos enterrados en esa isla, uno encima del otro y sin ningún rasgo que los distinga. Lejos, donde antes solo había desconocidos o abandonados a su suerte; allá, a donde no les llegan flores ni piedras ni ningún gesto de memoria, de presencia. La muerte así, dese un dron, parece una instalación artística, una secuencia de formas que esperan y requieren con urgencia un gesto del arte; una lectura, escritura o lo que sea que logre un duelo más amplio y colectivo que conjure estos tiempos de soledad. En Irán, el arreglo simétrico se registra desde los satélites, que andan curiosos dándole la vuelta al mundo para robar imágenes que repiten lo de hoy nos pasa a todos por igual. Allá tierra y cal. Asomarse a esas grandes fosas comunes habla también de las cajas de un juego de dominó, esas fichas que hacen parte de una historia más grande y van cayendo una tras otra tras otra, pero ahora dándole la vuelta al mundo hasta formar una figura estática de la vida. En Brasil, en un cementerio común y corriente, los sepultureros llevan una formaleta agarrada a lado y lado con las manos como un flotador con el que fueran a saltar al río.  Pero la plantan en el suelo revuelto de tierra amarilla que parece un raudal de arcilla. Un marco para un cuadro sin lienzo ni nada.  En ese cementerio de Manaos no hay espacios medidos y organizados, pero con sus formaletas los sepultureros dibujan también una cuadrícula, la misma que otros trazan en Teherán o Nueva York. El ritual de esta muerte también me recuerda la desazón de nuestros desaparecidos. Ahora todos con los mismos protocolos de la ausencia sin adiós. Arrancados de la realidad de un día para otro. Y aunque se sabe qué fue de su suerte, permanecen atrapados en un inmenso enigma que flota sobre el planeta.