Cuatro sigilosos autobuses negros alineados ante el hotel María Cristina –el mejor de San Sebastián– son la única evidencia de que el mítico Bob Dylan está en la ciudad. Desde su llegada a las cinco de la madrugada, el hombre invisible se ha atrincherado en su habitación tras advertir que si entra un solo fotógrafo en el hotel, cancelará la actuación. Un constante goteo de autos sigue los carteles que con la escueta palabra “Dylan” y una flecha indican dónde se halla el parqueadero gratuito más próximo. Con el cielo de San Sebastián cubierto por lo que los vascos llaman la chapela –una boina de nubes–, pasan pocos minutos de las nueve de la noche cuando Dylan aparece sobre el escenario. Vestido de negro de pies a cabeza y tocado con un sombrero tejano también negro, el genio de Duluth se sienta ante el teclado –lleva años sin tocar su legendaria guitarra– y empieza a desgranar los acordes de “Maggie’s Farm”, un tema antiesclavista clásico en su repertorio. Una joven mujer navarra que ha venido cinco horas antes del concierto para coger puesto y que está sentada en una silla de lona con una vela en la mano dice que para ella Dylan es la paz y la libertad, mientras tararea la melodía de “The Times They Are A-Changin’”. A continuación suena la romántica “Down Along the Cove”, cuya letra parece elegida para el espectacular entorno del concierto: el monte Urgull al fondo –con su Sagrado Corazón iluminado–, el mar punteado de barcos blancos, la luminosa silueta del edificio del Kursaal y las elegantes casas del paseo marítimo. Los aplausos se mezclan con las notas de la balada “To Ramona”, una alusión a ese mundo latino tan presente en las letras de Dylan, que llama al español el idioma del amor. De pie ante el teclado, situado tras uno de sus guitarristas, sólo el sobrio atuendo oscuro distingue al cantante estadounidense del resto de los integrantes de su banda. La noche ha caído ya sobre lo que muchos consideran la bahía más bella de España cuando comienzan los sones de la conocida “It’s Alright Ma”, canción protesta de mediados de los noventa. Las palabras desilusionadas ladran como balas en la playa de la Zurriola mientras Dylan deja claro que está en su derecho de considerarse, como ha dicho en alguna ocasión, antes poeta que músico. Año tras año es candidato al Premio Nobel de Literatura, que los dieciocho miembros de la rancia academia sueca no le conceden porque el formato de una canción pop les parece incompatible con la poesía. Mientras tanto, los académicos y críticos literarios estadounidenses repiten incansablemente que nadie trata las palabras como lo hace Dylan. Pero ¿cuántos caminos debe seguir un hombre para que se lo empiece a considerar un hombre? ¿Y cuánta poesía tiene que escribir un hombre para que se le conceda el Premio Nobel? Ya lo dice la canción. La respuesta, amigos míos, está flotando en el viento. La suave brisa marina acaricia el pelo de un veinteañero que dice estar sorprendido ante la cantidad de personas que hay en la playa, unas veinte mil. La inconfundible armónica dylaniana es el telón de fondo para un mosaico de elogios murmurados en español, francés, inglés, alemán, italiano y vasco. Un australiano comenta que a Dylan no se le puede apreciar si no se sabe inglés, y acaba el “Highway 61 Revisited” dando paso al célebre “Mr. Tambourine Man” incluido en los manuales de literatura estadounidenses. Hey, señor Dylan, tócame una canción. No tengo sueño, ni voy a ningún sitio… Hazme desaparecer entre las volutas de humo de mi mente… Silueteado por el mar, rodeado de las arenas del circo… Con la memoria y el destino sumergidos en las profundidades de las olas… Déjame olvidarme de hoy, hasta que llegue el mañana… La peculiar voz ronca del maestro –que unos aman y otros detestan– entona la balada setentera “I’ll Be Your Baby Tonight”, en que un hombre tranquiliza a su amada antes de meterse en la cama con ella. Al ver al huraño hombre de negro cantando las tiernas palabras que no sólo escribió, sino que probablemente dijo alguna vez a alguna mujer, surge la eterna pregunta: ¿Quién es realmente Bob Dylan? Lo cierto es que al día de hoy el misterio le sigue como una sombra. Quizá ningún artista vivo sea tan conocido y tan desconocido para su público, un público ante el que se desnuda con sus palabras, pero del que parece estar siempre huyendo. Cuando oímos sus canciones, nos parece que conocemos a Dylan de toda la vida. Cuando lo miramos, nos damos cuenta de que no sabemos nada de él. Hace cinco años logró sorprender a propios y extraños cuando su biógrafo Howard Sounes reveló por primera vez que en los años ochenta el cantante se casó y tuvo una hija. El propio Dylan nos da una explicación de su esquiva conducta: “Llamar la atención puede ser problemático. A Jesucristo lo crucificaron por llamar la atención. Por eso yo procuro desaparecer siempre que puedo”. Siempre impredecible –¿quién iba a imaginar su actuación ante el Papa Juan Pablo II en otoño de 1997?–, Dylan ganó en 2001 un Oscar a la mejor canción por su tema “Things Have Changed”, incluido en la banda sonora del filme Wonder Boys y, según se cuenta, siempre lleva la estatuilla de gira y a menudo la deja en algún lugar del escenario. En todo caso, sí podemos decir que el 2006 parece ser su año, porque en breve sale a la venta la traducción española (a cargo del escritor Rodrigo Fresán) de todas sus letras compuestas entre 1962 y 2001. Y faltan pocos días para que comience el rodaje del filme biográfico I’m Not There, dirigido por Todd Haynes y en el que aparecerán, entre otros, Cate Blanchett, Julianne Moore, Richard Gere, Christian Bale y Charlotte Gainsbourg. Una voz femenina grita “¡Torero!” cuando bien entrada la noche donostiarra suena la agridulce “Don’t Think Twice It’s Alright” –que nos narra la despedida más cool de la historia del pop–, con su “La verdad es que me has hecho perder bastante el tiempo, pero no le des más vueltas. No pasa nada”. El tema, que dieron a conocer Peter, Paul & Mary, va a formar parte de las canciones incluidas en un musical de Broadway dedicado a Dylan y dirigido por Twyla Tharp. Con un nostálgico “Summer Days”, el santo del rock and roll pone fin a su bello gesto de ofrecer un concierto gratuito por la paz en el belicoso País Vasco español, azotado por un terrorismo que ya se ha cobrado la vida de más de ochocientas personas. Como es de rigor, el público bate palmas para pedir un bis, que llega a los pocos minutos cuando –con la voz más quebrada que al comienzo–, Dylan consigue los mayores aplausos de la velada con el memorable “Like a Rolling Stone”, elegido recientemente por expertos musicales estadounidenses como la mejor canción de todos los tiempos. Mientras una parte del público se aleja descalza por la reluciente arena de la bajamar, Dylan presenta a los músicos de su banda, los guitarristas Stuart Kimball y Denny Freeman, el bajista Tony Garnier, el baterista Goerge Receli y Donny Herron a cargo de la pedal steel, la mandolina eléctrica, el banjo y el violín. Al filo de la medianoche el segundo bis “All Along the Watchtower” pone el broche de oro al concierto, dejando claro que habrá que esperar al 29 de agosto para escuchar las últimas composiciones de Dylan –después de cinco años sin grabar–, once temas incluidos en un álbum llamado Modern Times. Dylan llegó, cantó y venció. Cuando la banda ya se ha retirado una reluciente paloma de la paz hecha de fuegos artificiales se dibuja sobre el cielo de San Sebastián. En algún momento, tal vez a primeras horas de la madrugada, la comitiva de autobuses negros saldrá hacia la ciudad francesa de Perpignan.