Para el presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, los promotores del fallido golpe del 15 de julio son un cáncer “que ha hecho metástasis en el cuerpo que es Turquía y que vamos a limpiar”. Y en efecto, lo que se lleva a cabo en el país de Atatürk es una auténtica purga: a una semana del levantamiento militar que dejó 265 muertos, 60.000 empleados públicos han sido suspendidos y unas 7.500 personas, detenidas. Soldados rebeldes, partidarios de la oposición y hasta 21.000 profesores terminaron destituidos por presuntos nexos con el clérigo Fethullah Gulen, un férreo opositor de Erdogan a quien el gobierno turco acusa de estar detrás del golpe militar. Este se encuentra exiliado en Estados Unidos, y Ankara lo ha pedido en extradición. Washington, que depende de las bases turcas para emprender sus bombardeos contra Estado Islámico, no ha descartado esa demanda, pero pide más pruebas. Culpable o no, está claro que Erdogan ha aprovechado la oportunidad para consolidar su poder. Como una enfermedad, si el “cáncer” en sus tropas no lo mató, ahora solo va a hacerlo más fuerte.