Si bien la naturaleza parece destinada a perder la batalla de la supervivencia frente a los embates de la "civilización", el tiempo es su mejor aliado. Aunque la fuerza y la determinación del hombre parecen no detenerse ante nada en la consecución de sus propósitos, a la menor oportunidad la vida salvaje contraataca, para devolver, en lo posible, las cosas a su estado original.Esta, que podría ser la teoría de un ecólogo optimista, se comprueba cuando se observan los fracasos gigantescos de obras como el ferrocarril y la carretera trans-amazónica, que no pudieron resistir el embate regenerador de la selva virgen, y terminaron por ser tragados por ésta. Pero si la selva es capaz de engullir todo lo que se atreve a ponérsele por delante, la vegetación del resto del planeta no se le queda atrás. De todas las fuerzas naturales que serían capaces de reducir las ciudades modernas a ruinas arqueológicas, las plantas son el escuadrón de vanguardia.De eso son testigos de excepción los centros urbanos de las áreas tropicales. Muy buena parte del verde que se observa en Girardot o en Bucaramanga, por ejemplo, no ha sido plantado, sino que corresponde a nacimientos espontáneos. Algunos de ellos son fácilmente observables, pues se afincan en los lugares más extraños e inaccesibles: techos, tapias, campanarios, estatuas, etc. Y no se trata tan sólo de musgos, liquenes u hongos. Se dan de esta forma hasta arbustos de considerable tamaño.Los métodos usados por estas plantas colonialistas son numerosos, pero el más común es la aproximación aérea. La atmósfera está literalmente colmada de esporas microscópicas de musgos y hongos. Se trata de elementos tan livianos, que pueden viajar con las corrientes de aire para depositarse en cualquier parte del mundo, aunque solamente unos pocos podrán encontrar un sitio adecuado para crecer.Ya en campos menos aeronáuticos, hay semillas que se adhieren al plumaje de las aves y otras que al ser ingerida viajan en el interior del organismo de los animales, que, sin saberlo, son el vehículo de la invasión vegetal.Cuando la naturaleza resuelve invadir la obra del hombre, lo primero que hace es preparar el terreno con algas verde-azulosas que comienzan el proceso al producir una película de nutrientes capaces de promover el crecimiento vegetal. Con esta base, se establecen después especies más avanzadas, como helechos y musgos que, a su turno, capturan polvo y residuos en sus raíces, con lo que comienza la formación de un suelo capaz de nutrir todo un jardín.El arma más efectiva del arsenal de las plantas está constituida por sus raíces, que son capaces de abrirse paso por grietas microscópicas. A pesar de que su tamaño puede ser muy pequeño, las raíces desarrollan una tremenda fuerza hidráulica capaz de agrandar las grietas, separar ladrillos y levantar losas de concreto de cualquier tamaño. Los asentamientos urbanos presentan muchas oportunidades para la colonización vegetal. Los edificios son verdaderos nichos para ciertos helechos, yerbas y otras plantas que han llegado a clasificarse en forma especializada como la "flora de las grietas". Las aceras acogen a un grupo "resistente a las pisadas". Las calles y carreteras, así como las vías férreas son objeto del constante asalto de la vegetación, capaz, si no se la interrumpe, de levantar los rieles y el asfalto.Una de las especies más exitosas es el ailanto, que fue introducida en Europa desde Asia en el siglo XVIII para servir como planta ornamental. Después de la Segunda Guerra Mundial, el ailanto tomó posesión de las ruinas de las ciudades bombardeadas. La misma especie se yergue ahora como testimonio silencioso de la destrucción de Beirut.El abedul es otro ejemplo de adaptación en circunstancias hostiles. Los abedules fueron los primeros árboles capaces de crecer en los territorios devastados por la última Edad de Hielo.Las plantas han librado su batalla durante miles de años, tanto tiempo como el hombre ha alterado su medio para suplir sus necesidades. Los primeros ejemplos de estas batallas -las ciudades perdidas- son abundantes y, a veces, impenetrables, pues se han convertido en selvas virgenes donde la indomable vegetación le ha arrebatado la tierra a la civilización.Muy adentro de las selvas de Guatemala están las ruinas de la ciudad precolombiana de Tikal con sus espectaculares templos y su arquitectura ceremonial. Durante su esplendor, fue habitada por cerca de 50 mil mayas, un pueblo profundamente religioso, industrioso y dedicado a labores agrícolas. Hoy, todos los vestigios que quedan, yacen bajo una gruesa capa vegetal.Las ciudades perdidas, sin embargo, no se restringen a Centroamérica. Se han encontrado también en el sur y en el oriente de Asia -Angkor en Cambodia es un buen ejemplo-, los Andes y el Africa.Los biólogos han pensado durante mucho tiempo, que la cuenca del Amazonas y su vasta selva tropical lluviosa no ha sido alterada por la actividad humana. La validez de esta creencia, sin embargo, ha sido cuestionada por algunos investigadores norteamericanos como Robert Sanford. Este, investigando en algunas zonas de la selva amazónica, cerca de San Carlos de Río Negro, desenterró capas de carbón vegetal que contenían artefactos hechos por el hombre. Resultaba misterioso, porque se había asumido que las selvas húmedas del Amazonas no podían incendiarse. Sanford aplicó la prueba del carbono 14 a varias muestras del carbón y descubrió que se presentaron incendios hace 6 mil años. En un sitio se dedujo que había habido asentamientos humanos, por la asociación de las capas de carbón con restos de cerámicas. Uno de los artefactos tenía 3.750 años de antiguedad, más del doble de la edad del más primitivo artefacto humano del interior de la cuenca amazónica. Sanford también encontro viejas capas de carbón similares en las selvas húmedas de Costa Rica. Su descubrimientos obligan a reconsiderar la magnitud en que las selvas húmedas tropicales fueron afectadas por los incendios.Actualmente, cuando se ha predicho que las selvas tropicales pueden desaparecer virtualmente del planeta en el año 2.000, tales hallazgos recuerdan, al menos, que las selvas son vigorosas y pueden ser capaces de resistir aún el pero de los asaltos. El pasado, sin embargo, no es la medida de los acontecimientos futuros. La civilización de hoy con su cadena de talas herbicidas y prácticas agrícolas esterilizantes es una incomparable fuerza destructivá. El interrogante es si la moderna tecnología puede, finalmente, aplastar las poderosas fuerzas regenerativas de la naturaleza. Parece que una nueva era de la historia de la evolución ha empezado donde las formas de vida dominantes serán el hombre y su flora y fauna doméstica. La única esperanza es que las cosas salvajes no desaparezcan y se conviertan en reliquias de una era olvidada, cuando el planeta estaba poblado por una maravillosa e inexplicable vida.