Por Emilio Sanmiguel

La Sagrada Trinidad del Piano la conforman tres mujeres: una cartagenera, Helvia Mendoza, la mayor, nacida en Cartagena el 18 de agosto de 1936; ‘la decana de las tres’, según dice ella misma; Blanca Uribe, nacida en Bogotá el 22 de abril de 1940, pero antioqueña por su propia decisión; Teresa Gómez nació en Medellín, cree ella, el 9 de mayo de 1943.

Con sus nombres parece flotar en la atmósfera que en Colombia el piano es asunto de mujeres. La primera que se tomó en serio el piano, en el paso del siglo XIX al XX, fue la bogotana Teresa Tanco de Herrera, que tocó en la inauguración del Teatro Colón en 1892. Elvira Restrepo de Durana, caleña, fue protagonista durante las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, especialmente por su asociación con la Orquesta Sinfónica de Colombia.

Sin embargo, lo que distingue a Helvia, Blanca y Teresa es que fueron las primeras auténticas profesionales del instrumento, es decir, las que consiguieron hacer de la música su modus vivendi.

Tienen mucho en común y también su propia individualidad.

En las tres, la figura del padre es crucial. Mario, el de Helvia, fue quien comprobó que su talento era para tomarlo muy en serio y tomó en sus manos las riendas del asunto. Gabriel, el de Blanca, como músico que era, no escatimó esfuerzos para abrirle el camino a su hija porque veía en ella una decisión fuera de lo normal. Valerio, el de Teresa, a las escondidas y medio a oscuras, le permitía tocar en los pianos del instituto donde trabajaba. Ninguna de las tres fue forzada para hacer de la música una profesión.

Como intérpretes, cada una ha seguido el camino que le indicó su instinto con algo en común: probarse a sí mismas y atarse al piano para toda la vida.

Así ha registrado SEMANA la vida de estas tres mujeres ejemplares.

Cronológicamente la primera de las tres, por fuera de cualquier consideración, sigue siendo una cartagenera. Helvia es jovial, conserva el acento costeño, pero habla pausada y deja la sensación de una auténtica sinceridad.

No hace falta que lo diga, pero la música y la familia son su razón de ser.

Aunque no alardea siente la íntima satisfacción de haberse realizado como artista por sí misma: nunca hubo, ni en su carrera ni en su formación un mecenas o cosa por el estilo: en su familia está el motor mismo de su existencia, como artista y como mujer.

En Helvia el público siempre ha sabido que cada uno de sus pasos es el producto de reflexiones, no de meses sino de años.

Tal vez la más reservada de las tres. La música es para ella su alfa y omega.

No sería arriesgado afirmar que es una mujer de retos; no de otra manera puede explicarse que haya logrado proezas musicales casi sobrehumanas, como enfrentar las 32 sonatas de Beethoven o Iberia de Albéniz. Todo parece sugerir que el estudio de la música le produce un placer intelectual y existencial.

Aunque en sus entrevistas y declaraciones deja flotando en el aire que su familia lo es todo.

El público, con razón, la considera una pianista a la europea y sus presentaciones, siempre, han sido una garantía de responsabilidad. Porque no decepciona.

Es la guerrera. La que ha ido a mil batallas de las que a veces sale ilesa y otras no, pero jamás claudica.

Su vida ha sido expuesta hasta la saciedad y por lo mismo se la ha juzgado, a veces con benevolencia y otras con severidad. Lo que pocos saben es que Teresa, la pianista, la rumbera, la bailarina de tango, la que muchos consideran alocada, no se permite abrir la tapa del piano hasta tanto su casa esté en perfecto orden.

El público de Teresa es el más heterogéneo que se pueda imaginar: cuando aparece en el escenario es aplaudida por un auditorio que parece ser la síntesis de lo que es este país.