No porque recientemente el senador de Cambio Radical Carlos Fernando Galán haya pedido su revisión. O porque haya sido motivo de feroces controversias ahora sumidas en un extraña y prolongada contracción. O porque por su imposición o su eliminación como norma constitucional fuese la generadora de tanta corrupción y tantas muertes y actos de violencia demenciales. No. Es porque la extradición, en esencia, es simplemente un absurdo e irresponsable instrumento jurídico-político que ciertos países acogieron para evadir la obligación judicial de resolver y castigar ellos mismos la naturaleza y los actos criminales de sus propios nacionales. La extradición vulnera el concepto de soberanía patria. Niega el derecho consagrado del ciudadano a responder ante su propia justicia por no importa qué delito en el que se haya visto inculpado: el narcotráfico, o el lavado de activos o, incluso, el “paseo millonario” que desemboca en la muerte de un ciudadano extranjero. Permite a los gobiernos que la adoptan lavarse las manos y hasta ahorrarse los costos de los procesos judiciales y sus consecuenciales arandelas y, en fin, para no alargarnos, traiciona a sus connacionales, que, tras nacer, crecer, formar hogar y familia, trabajar y pagar impuestos, al cometer un error voluntaria o involuntariamente con secuelas penales, se ven abocados a que su gobierno se desentienda de ellos y los envíe a otros países para que allí, bajo el rigor de leyes exóticas, se hagan cargo y vean a ver qué hacen ellos. Como se sabe, entre 1997 y el 2014 Colombia ha entregado a la justicia de otros países a 1.850 compatriotas, el 89 % de los cuales a la de Estados Unidos. Pues bien, que tengamos registro de ello, no conocemos de un solo estadounidense que nos haya sido remitido para ser juzgado en nuestro país, ni siquiera a quienes asesinan y tiran a un río el cadáver de una colombiana o quienes electrocutan a un joven grafitero nuestro. Al parecer, la nueva discusión se centra ahora no en su abolición, como debería ser, sino en la “revisión” que con pañitos de agua tibia supuestamente la blindaría de ligerezas o equivocaciones como la ocurrida con el carpintero que, sin acervo probatorio alguno, estuvo a punto de ser introducido a un avión de la DEA para transportarlo a una cárcel en el país del norte. Imagino que quienes proponen o ven con simpatía su “revisión” piensan que su “audaz” iniciativa podría quedar divinamente registrada para la historia en una fotografía bajo el título de “Aquí aparecen quienes se atrevieron a reinventar la extradición en Colombia”, reinvención traducida luego de la negociación con EE. UU. en simples acomodamientos a nuevas exigencias de la contraparte con una que otra migaja de concesiones intrascendentes que no vulneran su contenido esencial de seguir enviando colombianos a las mazmorras norteamericanas. La verdad es que la definición elaborada y expuesta no hace mucho por el ministro de Justicia, doctor Reyes, para defenderla y promovearla nos pareció simplemente artificiosa: “Es un mecanismo de cooperación internacional que busca fundamentalmente combatir la impunidad a nivel global”, lo que en plata blanca significaría que el culto y la obsecuencia con la globalización ya no sólo en lo económico, sino ahora en lo judicial, estaría echando por tierra la inviolable soberanía de las naciones. La Constitución de 1991 había prohibido la extradición. Más tarde, en 1999, ya retomado el mecanismo, se dio vía libre a la extradición, y a partir de entonces, han sido cientos los colombianos -en el 2014 fueron 125- que cada año han sido los “felices ganadores” de tiquete aéreo gratis con destino al “sueño americano.” Sin embargo, todo indica que la generosidad de nuestros gobiernos en la cantidad y la calidad de los extraditados comienza a abrumar a los mismos gringos. No de otra manera se entiende que la revista Time se haya pronunciado contra el costo que ello causa a su rama judicial: “Por cada don diego (Diego Montoya, jefe del cartel del norte del Valle), hay docenas que difícilmente merecen la molestia de la extradición”, editorializó hace muy poco. Y frente a la férula que muestra el Gobierno en la búsqueda de castigos implacables y carcelazos desmesurados, hay muestras evidentes de que el tiro le está saliendo por la culata. Como la negociación por colaboración con la justicia en Estados Unidos está sólidamente implementada en su sistema, los beneficios por colaboración han venido favoreciendo a los capos del narcotráfico hasta el punto de ver regresar a su patria a algunos de ellos tras penas irrisorias. Ahora bien, ¿quién va a pagar por los errores cometidos? No fue sólo el campesino carpintero Ariel Josué Martínez. Se conocen otros casos como el de un supuesto guerrillero, un vendedor de plátanos y un piloto de avión, y quién sabe cuántos más que por poco son alegremente remitidos y expuestos a largas e injustas condenas. En últimas, la extradición, por donde se la mire, violenta deshonrosamente nuestra autonomía. Que sobre eso, a nadie le quepa la menor duda. No estamos defendiendo a los criminales, ni invocando ningún tipo de consideración para con ellos. Que la justicia les sea dura y ejemplarizante. Pero eso sí, queremos que a los delitos cometidos aquí, aquí se les juzgue y aquí se les castigue. Tenemos país, patria y soberanía para ejercer justicia propia. La extradición es una expresión de debilidad del Estado. Más que revisarla, habría que acabarla. guribe3@gmail.com