El lunes pasado, en el teatro México de la Universidad Central, se estrenó en Colombia el documental «Impunity», de Juan Lozano y Hollman Morris. Muchos de los asistentes tuvimos que esperar durante más de tres horas a una segunda proyección, pues el teatro se quedó pequeño para una asistencia de casi dos mil personas. Aunque también porque el bogotano promedio no concibe la idea de ubicarse en una fila de acuerdo a la hora en la que llega, lo que llevó a que decenas de personas que estaban delante terminaran reproduciéndose en sobremanera. Esto hace parte de nuestra cultura del atajo, del avivato y del violento, aun en lo que consideramos ‘buenas maneras’. Es un defecto que nos caracteriza y que no cabría mencionar aquí de no ser porque engendra una de las causas fundamentales del problema que, justamente, aborda este documental: esa maldad extrema a la que podemos llegar, y la impunidad de las consecuencias de esa maldad. Si la cultura del atajo es parte de quienes tenemos una mediana educación, cuál podría ser la de quienes, en contraste, cuentan con más que motivos y la necesidad suficientes para empuñar un arma. Hay niveles de violencia, es cierto, pero la tolerancia de los primeros suele ser la puerta de entrada a aquellos en los cuales ya no hay marcha atrás. Con todo, sí que valió la pena esperar, hacer la fila. Porque sin ser la ‘gran cosa’ –sin revelar hechos que no supiéramos ya, sin presentarlos de una manera sensacionalista–, el trabajo periodístico de Lozano y Morris es, sencillamente, digno de elogiar. Se trata de un documental que tiene la virtud de conmover, de suscitar indignación y de invitar a la reflexión crítica acerca de un crimen de lesa humanidad que amenaza con quedar impune: esa masacre sistemática de más de ciento cincuenta mil personas, ejecutada –con la ayuda del Estado, del narcotráfico y de empresas privadas– por la organización terrorista y paramilitar AUC. Ese es el tema. En cuanto a la forma, la virtud es mayor. El documental nos muestra este crimen desde la perspectiva de quienes, sin lugar a dudas, han llevado la peor parte: las víctimas. Son ellas quienes narran los aterradores asesinatos y desapariciones de sus familiares, la ilusión que tuvieron de saber la verdad (el cómo, el dónde) en los procesos de justicia y reparación, y la forma en que esa ilusión se desvaneció cuando el gobierno de Uribe decidió extraditar a quienes más podían confesar esa verdad, los jefes paramilitares. El documental muestra, así, que nunca hubo una confrontación directa entre víctima y victimario, ese cara a cara sin el cual –como bien señala Jacques Derrida– no puede darse ningún proceso de perdón genuino. Lo que se montó, en contraste, fue un teatro a favor de la imagen política del proceso mismo (del gobierno), un teatro que propició la impunidad de los crímenes y acrecentó, así, el resentimiento. Algunas víctimas no se explican cómo pudo el gobierno de Uribe preocuparse más por el delito del narcotráfico que por los crímenes de lesa humanidad que cometieron los paramilitares. Pero muchas sí, y es esta la tesis fundamental del documental: los paramilitares desmovilizados estaban testificando más de la cuenta, no solo se estaban remitiendo a develar la forma cruenta y el lugar en que cometieron los crímenes, sino que también estaban señalando a los militares, políticos y empresarios que los habían ayudado. Justo ahí fueron extraditados. Es de esperar que los implicados guarden silencio frente a las denuncias de este gran trabajo periodístico. O, como ya es costumbre, que se dediquen a atacarlas de manera ad hominem, acusando a Morris de guerrillero. Es de esperar que, en el mejor de los casos, digan que el documental peca de unilateral al denunciar la violencia paramilitar y dejar a un lado la guerrillera. A este respecto, no sobra mencionar las palabras con las que comienza el documental: «En esta selva no hay Estado. Aquí, hay guerra. Desde siempre. Guerra civil, un conflicto armado interno, amenaza terrorista, lucha ideológica. Los extremos: izquierda, derecha. Los mismos métodos: competencia de crueldad». De ahí que si el documental se centra en los paramilitares como ejemplo principal de la impunidad que señala, lo haga porque fueron ellos quienes, supuestamente, se desmovilizaron, y no la guerrilla. Los crímenes de este último bando, que nadie niega, serían pues un tema para otro documental; su ausencia aquí no opaca la verdad de los hechos denunciados. Contamos pues con un valioso documento cuya perspectiva no puede ignorar quien realmente quiera comprender la verdad del proceso de desmovilización de las AUC, esto es, el fracaso de la Ley de Justicia y Paz del gobierno de Álvaro Uribe Vélez. Porque es cierto, sí, como lo afirmó Francisco Santos en su momento, que “(…) la Ley de Justicia y Paz será un proceso ejemplar para el mundo”. Lo será, con toda seguridad, por ineficaz, por su rotundo fracaso como modelo de justicia transicional. Seguir negando este fracaso, seguir defendiendo que las mal llamadas bandas emergentes (BACRIM) no son el reducto del paramilitarismo es, pues, otro síntoma de nuestra cultura del atajo. De esa que también nos lleva a hacernos los de vista gorda y, en consecuencia, a convertirnos en cómplices de esta impunidad. Es esta la preocupación fundamental que más se percibe en los realizadores: que su trabajo propenda por una reflexión crítica de parte de la sociedad colombiana, que seamos conscientes de que el Estado colombiano sigue en deuda en cuanto a justicia, verdad, garantías de no repetición y reparación de las víctimas de los paramilitares. Lo que, más que legal, es un verdadero problema moral, uno en el que todos estamos involucrados. Gran trabajo, «Impunity», que esperamos se pueda difundir de forma masiva en todo el territorio colombiano; toda vez que así lo permitan nuestras salas de cine y canales de televisión. * Twitter: @Julian_Cubillos