Diariamente, centenares de hombres y mujeres de países como Afganistán, Kurdistán, El Congo, Costa de Marfil, Etiopía, Somalia, Eritrea, Sudán, Senegal y Nigeria, principalmente, huyen de África subsahariana por las costas de Libia hacia Europa. Los orígenes de esa difícil situación se deben a las guerras intestinas que viven en sus países de origen, que unidas a la pobreza, tortura, persecución, inseguridad y hambre, endemias que desde hace siglos caracterizan ese continente hacen que decidan embarcarse en las aguas del mar Mediterráneo, aun sabiendo que pueden ser detenidas por las autoridades o, en el peor de los casos, morir en el intento. Libia, gracias a su ubicación estratégica, se convierte en un país de tránsito obligado para llegar a sus destinos. Uno de ellos, Italia a donde entran por Lampedusa, la mayor de las Islas Pelagias, un pequeño archipiélago italiano de islas volcánicas que se halla en aguas del canal de Sicilia, también en el mar Mediterráneo. La ruta de la muerte Conocedores de todos los peligros que en el camino pueden aparecer, atraviesan el desierto que, como testigo silencioso, ve morir, junto con ellos, a sus compañeros de viaje por causa del hambre, la deshidratación o porque caen de los vehículos que nunca detienen su marcha. Hay quienes se atreven incluso, a afirmar que en las noches se oyen lamentos y se ven pasar figuras espectrales, ahora conocidas por ellos como “los fantasmas del desierto”, almas en pena, que tras la muerte, siguen sin rumbo.   Para muchos, el arribo a Libia representa buena parte de la victoria soñada, aunque allí también los esperan inhumanas y violentas condiciones en los centros de detención temporal que algunos describen como verdaderos campos de concentración. En este lugar la espera es larga, varios días deben pasar para que la embarcación que los cruzará por el Mediterráneo, sometidos a vejámenes de todo tipo que van desde los ultrajes hasta la trata de personas, los embarque rumbo a las costas del sur de Europa. En el camino muchos ven cómo sus familiares y amigos sufren durante el trayecto en el que algunos también mueren. La travesía por el Mediterráneo, camino a Lampedusa, la hacen en barcazas viejas e inseguras. Siempre van atestadas, hay hacinamiento y sobrecupo en ellas, sus viajeros van apilados como sardinas y peor, aún, se obligan a hacer sus necesidades fisiológicas unos encima de otros. El recorrido dura mínimo tres o cuatro días, pero pueden pasar muchos más tratando de alcanzar a la otra orilla. A Roma llegan en tren con el equipaje de su propia historia. Es la ciudad donde esperan materializar sus sueños. En las emblemáticas calles, estaciones, puentes y alrededores se alojan en carpas, se tapan con cartones y cobijas viejas. En Roma también se mueve la mafia, campea la ilegalidad y se nutre la desesperanza. Lo que cuenta mi historia Los más afortunados van a refugios como estos catorce africanos, de los cuales se ocupa mi historia, que llegaron al Consejo Italiano para los Refugiados, CIR, entidad que les brindó asilo político y que trabaja mano a mano con la Unión Europea y la Organización de las Naciones Unidas. Con ellos laboran, desde hace 10 años, los colombianos Nube Sandoval y Bernardo Rey, del Teatro Cenit, dirigiendo el proyecto “El Teatro como Puente” que según las palabras de Sandoval “es el uso del teatro como instrumento de rehabilitación y reconciliación. Es acercarse a ellos, superar primero la barrera del idioma y luego comenzar a reconstruir su historia, dignificarla e ir sanando poco a poco sus profundas heridas”. Presencié, durante el último mes, de los seis meses de enseñanzas que reciben con Sandoval y Rey, el trabajo que hicieron diariamente concentrados en una casa de madera sobre un planchón anclado en el río Tíber. En este lugar, donado por la Alcaldía de Roma, a orillas del río, encontraron un cálido hogar y comenzaron a mover su cuerpo, sus manos y su mente con la música emanada de sus cantos y tambores. Ninguno se conocía, pues venían de países y refugios diferentes. Durante todo ese tiempo entre el teatro, la música y la elaboración de unas manos de yeso que parecían gritar auxilio y en las que escribieron sus memorias fueron cocinando la obra “El ahogado más hermoso del mundo”, el cuento de Gabriel García Márquez con el que sus propias historias fueron recobrando vida. La adaptación de la obra se desenvolvió en el Mediterráneo, ese mar de nombre dulce y de parecer pasivo, que se ha convertido en los últimos tiempos en el cementerio de muchos de sus coterráneos. Miles han muerto tratando de cruzarlo para encontrar una mejor y más humana forma de vida. Mare Monstrum se llamó, por aquello del latín Mare Nostrum, la denominación que tuvo el Mediterráneo en la época del imperio romano. Sus actores, como en el mejor de sus días, trabajaron comprometidos. El estreno y presentación se llevó a cabo el 26 de junio del 2014, en el teatro Aranciera di San Sisto, el “Día de apoyo a las víctimas de tortura en el mundo”, declarado así por las Naciones Unidas. Un día en que este grupo por primera vez, en mucho tiempo y, en medio de aplausos, se despidió con una hermosa sonrisa. Eran ya una familia. Fue un homenaje a sus propias historias de vida. Volver al especial