Las ideas de apertura comenzaron a fraguarse en Colombia en los años 80 en un momento en el que, como ahora, se vivía una crisis internacional, la economía se encontraba estancada, decaía la productividad y, en general, existía un profundo pesimismo sobre el futuro del país. Se hizo evidente que el modelo de desarrollo hacia adentro y de Estado activista había fracasado y que era preciso acelerar el crecimiento y mejorar en forma definitiva las condiciones de vida de la población. Para ello era indispensable modernizar y transformar radicalmente no sólo el aparato productivo sino la estructura y las funciones del Estado a través de una reforma económica e institucional. Se entendió que era necesario conectar a Colombia con un mundo que se globalizaba en forma vertiginosa (después de todo, los más reconocidos estudios demuestran que las economías abiertas crecen más rápido que las cerradas). El esfuerzo inicial de apertura incluyó una larga serie de decisiones: bajas de aranceles, un ambicioso programa de integración regional, la reforma del régimen de inversión extranjera, el acceso de agentes privados al área de los servicios públicos (ley 14293), la reforma del Banco de la República, una política social seria, con bases como la reforma de la seguridad social, la creación del Sisben, la descentralización y una vigorosa ampliación de la cobertura en salud (ley 10093); se adelantó la privatización de Colpuertos y otras entidades, la construcción de carreteras y otras obras por concesión; el desarrollo privado de plantas térmicas y del gas natural, la política de cielos abiertos y la eliminación de la reserva de carga marítima; se introdujeron reformas para la atención del medio ambiente y el desarrollo de la ciencia y la tecnología. Como es natural, la Constitución de 1991 era crucial para llevar a cabo el proyecto de modernización.Ese esfuerzo dio en principio buenos resultados. La economía creció a un gran ritmo hasta 1995. El desempleo bajó a un nivel sin precedentes y los índices de pobreza mejoraron notablemente. El país recibió los cambios con gran optimismo y el sector privado asumió el reto de la modernización: la tasa de acumulación de capital creció a un ritmo de 20 por ciento anual y se presentó un volumen muy alto de inversión extranjera. La estructura de la industria se transformó: si en 1990 se exportaba el 8 por ciento de su producción, hoy esa cifra asciende a 33 por ciento. La rápida expansión del gasto de entonces, además, era sostenible porque se fundamentaba en la inversión privada: los mayores retornos futuros harían posible la cancelación de los costos de las inversiones.Luego, a partir de 1996, vendría el derrumbe que terminó en las cifras de 1998: recesión, mayor pobreza, desigualdad y pesimismo. Puesto que esta crisis se atribuye en forma errónea al esfuerzo de modernización, hay que señalar sus causas, todas ellas contrarias al modelo de apertura:En primer término, en lugar de un sector público eficiente y compatible con el desarrollo privado y la solución de los problemas sociales, el tamaño del Estado pasó de 27,6 por ciento del PIB en 1994 al impresionante 37 por ciento en 1998. Este proceso fue alimentado con impuestos crecientes (cinco reformas tributarias desde 1997), altas tasas de interés, corrupción y un monumental desperdicio de recursos. Esta es la principal causa de la caída del sector privado y del aumento del desempleo a partir de 1995.En segundo lugar, y como un corolario del primer punto, la apertura requería cuentas fiscales ordenadas que permitieran la estabilidad macroeconómica, y, sobre todo, una tasa de cambio competitiva. La revaluación fue la consecuencia del gran incremento del gasto, que se aceleró sin piedad en 1995 y 1996, y que se consolidó por las expectativas generadas por el desarrollo de Cusiana. A todo esto se sumó la masiva entrada de capitales, común a todas las economías emergentes, que reforzó la apreciación del peso. Para contrarrestar este efecto era indispensable generar superávit fiscal, algo que sólo hizo Chile. Aquí hicimos todo lo contrario. En tercer lugar, después de 1994 era necesario impulsar las nacientes reformas (sobre todo las relacionadas con el desarrollo de la descentralización y la justicia), realizar algunos ajustes y acometer nuevas iniciativas: una mayor flexibilización laboral, un importante esfuerzo educativo (frustrado en 1993 por el sindicato de maestros), eliminar impuestos y cargas distorsionantes, avanzar en el área de regulación (la mayoría de las superintendencias y comisiones no estaban a la altura de sus desafíos). Nada de esto ocurrió. Los análisis comparativos muestran que en materia de reformas Colombia está atrasada con respecto a otros países con mejor desempeño económico y social: Chile, Argentina y Perú. Aunque el gobierno Samper no le dio marcha atrás al proceso, ni lo impulsó ni lo desarrolló; lo detuvo y además emitió señales confusas al sector privado, ofreciéndole como paliativo protección y favores que nunca llegaron. Para empeorar la situación la política social adquirió un tono populista y nutrió el déficit público.En cuarto lugar, el avance de la modernización de Colombia exigía su plena integración a la comunidad internacional. Esto también se frustró por los eventos que condujeron a la descertificación y a los crecientes problemas de orden público, derechos humanos y violencia. Estas cuatro causas de la crisis se pueden sintetizar en una sola: la modernización de la economía del país no podía ser sin su modernización política. El apego de ciertos líderes tradicionales a prácticas y costumbres atrasadas, su falta de visión, así como la oposición de amplios grupos a la reforma del Estado, su corrupción, su alianza con sectores retardatarios, eran (siguen siendo) incompatibles con la transformación del país. En claro contraste, la manera de pensar y de actuar de las élites políticas de otros países que entraron en procesos de modernización, sufrió una transformación paralela (piénsese, por ejemplo, en los partidos socialistas chileno y español). El modelo de modernización, entonces, no es el que ha fallado. Este ha funcionado bien en otros países, donde con diferencias de matices ha sido adoptado por gobiernos de centro derecha (Menem, Fujimori, Aznar, entre otros) y de centro izquierda (Felipe González, Frei, Aylwin, Blair) que han respetado sus bases de equilibrio macroeconómico, responsabilidad social, economía de mercado y un amplio papel del sector privado. El origen de nuestros problemas actuales no se puede atribuir al esfuerzo de modernización sino justamente a lo contrario: el gigantismo estatal (que se alimenta con voracidad tributaria), la corrupción, la parálisis del ánimo reformista y la complicidad de cierta élite política y tecnocrática con un Estado atrasado y paquidérmico.