Pensaba escribir sobre el frenesí de tala que se extiende por todo el país, desde la selva amazónica hasta lo plano de la sabana de Bogotá, que no respeta páramos ni nacederos, por imposición de los finqueros de ganadería extensiva, de las multinacionales de la minería y de los urbanizadotes ávidos de ladrillo. Y, claro está, de las autoridades ambientales.Sin ir más lejos, en el jardín del edificio en donde vivo, la Secretaría Distrital de Ambiente, en cumplimiento, dice, de su "misión" de "garantizar una relación adecuada entre la población y el entorno ambiental y crear las condiciones que garanticen los derechos fundamentales y colectivos relacionados con el medio ambiente", ha ordenado ("autorizado", dice ella; pero amenaza con imponer "las medidas preventivas y sanciones previstas por el procedimiento sancionatorio ambiental vigente" en caso de incumplimiento, "sin perjuicio de las acciones civiles, penales y policitas a que haya lugar"), ha ordenado, digo, lo que llama un "tratamiento silvicultural", o sea, la tala, para siete grandes árboles, que se suman a los ocho que ya tumbaron hace un par de años y a los 28 de hace diez. Esta vez les llegó el turno a un majestuoso eucalipto pomarroso de 30 metros de altura y a una magnífica acacia morada que mide 25, que presentan ambos "alto grado de dificultad" para su derribo, según el concepto técnico. ¿La razón de la condena? "Presentan copa asimétrica", dice la ingeniera forestal de la Subdirección de Silvicultura, Flora y Fauna Silvestre, y tienen "mal emplazamiento". Es de anotar (la prosa burocrática es contagiosa) que este edificio se construyó hace 40 años sobre planos aparentemente caprichosos con el exclusivo objeto de respetar y preservar el bosque de grandes árboles que lo rodeaba, de los cuales la tal Secretaría no va dejando ninguno en cumplimiento de su misión de garantizar derechos. Talados todos los árboles, se podrá también tumbar el edificio para levantar en su lugar unas torres de 40 pisos con un antejardín de cartuchos, anturios y agapantos, y alguna palmita boba o helecho arborescente que sustituye a los 'individuos arbóreos' culpables del pecado de no ser nativos de aquí. Aunque no sé si los agapantos y los cartuchos lo son. Aquí casi nada es nativo: ni las plantas, ni los animales, ni la religión, ni la lengua, ni la mezcla de razas. Ni la preocupación por el medio ambiente.Pensaba escribir, digo, esta columna sobre el frenesí arobiricida que nos caracteriza. Pero leí en el periódico una declaración del director del Fondo de prevención y Atención de Emergencias (Fopae) referida a la tala de 800 eucaliptos en los cerros orientales de Bogotá y su patriótica sustitución por arbustos nativos que adelanta el Politécnico Grancolombiano, una institución educativa. Ante las quejas de los vecinos del barrio El castillo, que advierten que la tala desestabiliza el cerro y ha provocado ya deslizamientos de tierras, el director del Fopae cierra la discusión diciendo que " la tala cuenta con los permisos de las autoridades competentes", y en consecuencia no hay problema.Eso zanja la cuestión. De lo contrario habría que pensar que las autoridades son incompetentes.Iba a escribir sobre eso, repito, pero comprendo que es inútil: las autoridades no darán su brazo a torcer. Y hay cosas más terribles desde el punto de vista ambiental que la destrucción de siete árboles en un jardín bogotano. Pongo por caso la destrucción del río Ranchería en la Guajira, que quieren llevar a cabo con el pretexto de 'trasladarlo' las multinacionales carboníferas BHP Billinton, Xtrata y Anglo American, dueñas de la mina de El Cerrejón. Un caso casi idéntico fue denunciado hace ya bastantes años por Gabriel García Márquez en su novela El otoño del patriarca: el del mar que se llevaron los gringos envuelto en papel de embalaje. Y no pasó nada. Porque las autoridades habían autorizado las autorizaciones respectivas.