Fue un trabajo abrumador, para dejarlo sin aliento. Diez años estuvo encerrado en la biblioteca, sin salir, colmando hoja tras hoja, volviéndolas a leer, viajando por el prodigioso universo de matemáticas que creaba lentamente. Al llegar al décimo año, vio perfilarse la silueta del resultado: la última ecuación, la perfecta solución, la prueba matemática de la existencia de dios. Tuvo que recurrir a innumerables posibilidades: a edificar un modelo exacto y teórico del universo; reunir un millón de coordenadas y atarlas en apretados rimeros, quemar todo y pesar las cenizas. Mas ahora conocía la última ecuación y la formulaba, la demostraba. Sencilla como era, abrumaba un millar de hojas. Trabajó veinte horas diarias. Y en tres meses de trabajo agotador, dio fin a la tarea, al descubrimiento definitivo del genio humano. Trazó la última línea, dibujó amorosamente la última letra, la subrayó dudando un momento antes de añadir la palabra “fin” en mayúsculas. Y entonces la voz todopoderosa, majestuosa y tonante, brotó de todas partes y de ninguna. Dio un salto, lleno de susto. __ Está bien– dijo la voz– me has encontrado. Ahora te toca a ti esconderte. Voy a contar un millón de años. Y no hagas trampa…