Nadie pone en duda que las armas son un problema en Brasil. Cada 15 minutos una persona es asesinada con una de las 17 millones que hay en el país, y en total fueron 36.000 los muertos el año pasado. En la última década han fallecido más personas por armas de fuego que en cualquier otro país, incluidos los que están en guerra. Pero al momento de votar el referendo para prohibir la venta de estos arsenales, el domingo 23, los brasileños le dieron la espalda al gobierno de Luiz Inacio Lula da Silva. Con el 64 por ciento de los votos por el No, la iniciativa naufragó. Para muchos, lo que estaba en juego era un voto de confianza a la capacidad del Estado para proteger a sus ciudadanos. Por eso varios analistas interpretaron la victoria del No como un rechazo a Lula, golpeado por los escándalos de corrupción. Pero en realidad el asunto tiene más implicaciones y trasciende el ámbito local. Según un informe de Oxfam y Amnistía Internacional, cerca del 60 por ciento de las armas de fuego en el mundo están en manos privadas (que no incluyen a los grupos insurgentes). Es un negocio lucrativo. En total hay más de 600 millones en el planeta y son producidas a gran escala en por lo menos 90 países. Más personas mueren por cuenta de las armas pequeñas y ligeras (que incluyen desde pistolas y revólveres, hasta rifles, subametralladoras y morteros), que por el arsenal militar pesado de las guerras convencionales. La pelea entre los defensores del derecho a portar (y usar) armas y los que abogan por severos controles al tráfico y el comercio se libra desde hace años y tiene grandes intereses en juego. En una orilla están algunos gobiernos, Naciones Unidas y varias organizaciones que defienden las restricciones tanto al armamento como a la munición. En la otra, los fabricantes (por lo general de países industrializados como Suecia, Inglaterra, Estados Unidos, Francia y Japón) e influyentes grupos como la Asociación Nacional del Rifle (NRA, por su sigla en inglés), un grupo de extrema derecha dedicado al lobby a favor de las armas en Estados Unidos. Precisamente la mayor potencia mundial, donde el derecho a las armas está consagrado en la segunda enmienda de la Constitución, es el principal opositor de las políticas de desarme. "Ellos tienen una postura rígida de tiempo atrás que se ha intensificado con este gobierno", explicó a SEMANA Amparo Mantilla, la directora de Gamma Idear, la rama colombiana de la Red Internacional de Acción en Armas Pequeñas (Iansa). La influencia norteamericana ha bloqueado las iniciativas de desarme en los organismos multilaterales. Brasil fue el escenario de un debate mundial. Según las denuncias de varias ONG, la campaña para el No fue prácticamente importada desde Estados Unidos y algunos de los materiales eran traducciones de las campañas de la NRA, al punto que su director de relaciones públicas, Andrew Arunlanandam, celebró el resultado como "una victoria para la libertad". Su éxito consistió en poner el debate en el terreno de los derechos civiles, algo rentable si se tiene en cuenta que los referendos generalmente se usan para ensanchar libertades, no para reducirlas. Algunos brasileños llegaron a exigir su derecho a usar armas, algo que no está consagrado en su Constitución. Sin embargo, según los partidarios de restringir el uso de armas, la derrota obedeció a una censurable 'guerra sucia', que incluyó comerciales de televisión con la imagen de Nelson Mandela, que equiparaban su lucha contra el apartheid con el derecho a portar armas, a pesar de que en Sudáfrica el mismo Mandela ha defendido las restricciones al armamento. En Brasil ha habido un fuerte trabajo para el desarme y la destrucción. Desde 2004, se han entregado cerca de medio millón de armas y el terreno parecía abonado para un triunfo histórico. No era poco lo que estaba en juego. Como aseguró Mantilla, "Brasil ha sido un modelo al que le han apostado muchas organizaciones y va a tener un impacto sobre la credibilidad por los recursos invertidos. Es una decepción".