Sin lugar a dudas, el decreto 131 de 2010 ha desatado una gran polémica dentro del gremio médico. Y no es sorprendente que así sea puesto que atenta directamente contra el fin último de la medicina que, como lo decía ya en su tiempo el mismo Aristóteles, es uno solo: la salud. Y como es obvio que no puede concebirse la salud sin la vida, la medicina busca siempre y en todo lugar y circunstancia preservar la vida del enfermo. En ese sentido, el médico es un subordinado de ese fin (que además es un fin constitucional) y nunca lo es, en primera instancia, del Estado, ni de ningún grupo social y ni tampoco de ninguna ideología o religión que no respete el valor biológico de la vida. Por eso tiene sentido la Ética médica. El médico no es un administrador del gasto público ni es tampoco un justiciero social. Es un médico y, como tal, no toma partido por los diversos intereses estatales, sino que busca mejorar la salud y preservar la vida de su paciente enfermo sin sesgos ni presiones externas de ninguna naturaleza. La administración pública y la justicia social son fines específicos de la política y no de la medicina. Y cuando decimos que el fin de la medicina es la salud, estamos diciendo que el fin de la medicina es la salud del “enfermo en particular” y no en cambio el bienestar ni la salud económica de un sistema de salud precario, enfermo y mal diseñado. Un sistema de salud enfermo necesita buenos políticos y no médicos. El enfermo, a diferencia del sistema de salud, requiere médicos y no políticos ni administradores del gasto público. Y esto es muy importante comprenderlo porque reconocer y aceptar esa diferenciación es lo único que imprime sentido real, no solo a la relación médico-paciente, sino fundamentalmente a la medicina misma. Dicho de otro modo, si las políticas estatales y los sistemas de salud en general no contemplan esa diferenciación en favor del enfermo en particular, entonces, sencillamente, no son buenas políticas en salud. El médico lo es del enfermo y no lo es del Estado. No es posible, además, concebirlo de otra manera porque los Estados no se mueren y los enfermos sí. Siempre y en toda circunstancia el acto médico se centra en la persona enferma y son sus intereses particulares (de acuerdo con su afección patológica específica) y no los intereses generales del Estado ni de un sistema de salud distorsionado, los que deben ser considerados como el objeto primario de estudio del médico. El médico, por ser médico, no puede en ninguna circunstancia relativizar el fin de la medicina ni subordinarlo a ningún otro interés general o particular, sea este social, jurídico, económico, filosófico, político, sentimental o religioso o de cualquiera otra índole. Así, el médico, como profesional que es, dedica sus actos a la sociedad en cuanto que la sociedad está conformada por personas que desean particularmente el cuidado de su salud personal, pero no es por ello un subordinado del Estado en cuanto que entiende, en favor de la sociedad y en virtud de su compromiso profesional con ella, que el Estado puede, en un momento histórico determinado, actuar políticamente en contra del valor de la vida. Y esto que digo es muy evidente en el decreto 131 de 2010. En dicho decreto, el profesionalismo médico es remplazado por un sistema de salud con un fin específico que, no sobra decirlo, no es la salud del enfermo en particular, sino que lo es la ejecución de diferentes políticas económicas de diversa índole que dejan al enfermo en un segundo plano y que convierten al médico en un mero ejecutor técnico de dichas políticas. Es evidente allí que el médico ya no es el médico; ahora lo es el sistema. Y es evidente también que el paciente ya no es el paciente; ahora lo es la economía del sistema. Todo ciudadano tiene derecho a quejarse y a demandar del Estado la protección integral de su salud y no es aceptable que el Estado, por ser incapaz de responder a dicha demanda, pretenda “anticiparse” a ella imponiéndole al médico la obligación de torcer el fin específico de su profesión y exija de él, con base en protocolos, el rediseño de las ciencias médicas y su ciega aplicación. ¡Absurdo! Cualquier persona puede comprender, y los médicos también lo entienden, que los recursos pueden ser, en un momento dado, insuficientes. Sin embargo, es el Estado y no el médico quien debe asumir la responsabilidad total de negar un examen diagnóstico o un tratamiento específico en una situación concreta. El Estado no puede, olímpica, impune y abusivamente pretender que los médicos le “hagan ese favor” desdibujando para ello el espíritu mismo de su profesión. La insolvencia económica de un sistema de salud no se arregla con simples protocolos, ni con médicos divididos en toda su potencia. Los protocolos basados en la evidencia científica están diseñados como una estrategia diagnóstica y terapéutica en lo general y en lo teórico, pero nunca son aplicables al pie de la letra en el terreno de lo práctico y de lo particular si el interés de la medicina es la salud y la vida del enfermo. Y ningún protocolo basado en la evidencia científica pretende algo semejante. Además, no puede aceptarse, si el derecho a la vida es inviolable, que el interés general prime sobre el interés particular de las personas cuando de por medio está la vida de un enfermo. Y es antijurídico y perverso pretender que los médicos actúen bajo semejante premisa. Los protocolos aplicados a rajatabla están bien para el ganado, pero no lo están para las personas. El hecho de que exista una real emergencia social en salud o de que algunos médicos, políticos y juristas hayan actuado en el pasado reciente sin la observancia debida y respetuosa de los principios éticos universales, no constituye un argumento válido para desconocer y rechazar la verdad inherente al valor absoluto de la vida humana, a la dignidad del enfermo y al fin específico de la medicina. *Cirujano general de la Universidad Javeriana y miembros de la Organización Médicos Azules