En 1978 Jorge Luis Borges definió con precisión el problema: "De los diversos instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio, el telescopio, son extensiones de su vista; el teléfono es extensión de su voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones de su brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es la extensión de la memoria y de la imaginación". Y aunque es una cosa más entre las cosas, es un objeto que puede contener el mundo: sobre todo lo que existe hay un testimonio escrito y, por ende, un libro. Hay palabras que nombran, que explican, que dan cuenta de los acontecimientos, del cómo, dónde, cuándo y por qué, y aquí cabrían los libros de recetas, los directorios telefónicos que recogen todos los nombres de una ciudad, los diccionarios, los libros de ciencia, de historia, de filosofía, los libros de texto y un larguísimo etcétera. Hay también palabras que superan la idea que enuncian, la palabra poética que desempeña la función esencial de enriquecer nuestra vida interior, de ahondar en nuestras simpatías, asombros y sensibilidades, que nos devela la variedad del mundo; me refiero aquí a los libros de literatura en sus múltiples géneros. En un sentido fáctico una biblioteca es meramente la suma de todo aquello que se ha escrito; pero en otro sentido, en el ideal, es la suma de todo lo que enaltece, lo que nutre la conciencia. Todo lo que el hombre sabe del mundo está en los libros, y el pensamiento sobre la realidad ha avanzado gracias a que ellos existen. La escritura y la lectura han permitido al espíritu llegar a su más destacado ejercicio: el de la valoración y la interpretación del mundo. Si todo esto es verdad, si el universo de la letra impresa es tan amplio y diverso como la materia misma de la que nace, ¿por qué nos empeñamos en hacerlo estrecho, en reducirlo? A un lector proveniente del mundo anglosajón le parecerían incomprensibles estas preguntas, pero creo que en nuestro entorno son justas: ¿por qué cuando se piensa en escribir sobre libros, en los medios de comunicación, por ejemplo, sólo se piensa en escribir sobre literatura? ¿Por qué cuando se habla de lectura (de promoción de, de amor por) se hace referencia de manera casi exclusiva a la lectura literaria? De ningún modo quiero defender una tradición antiliteraria, tan común en nuestro medio (creo que es difícil pensar en un gran lector si éste no es un lector de literatura); tampoco es mi interés juzgar las campañas de promoción de lectura, ni la calidad de los textos que se publican en la prensa, ni de valorar el tipo de secciones de cultura que los medios han construido, sino preguntarme por qué razón los libros no se convierten en los instrumentos de todos los debates, en los referentes de nuestro imaginario, y esto implica hablar de los muchos libros: desde los de autoayuda hasta aquellos que tratan sobre reformas pensionales. Pienso en Martin Amis, gran novelista inglés, escribiendo sobre una biografía de Hilary Clinton, o en Alfonso López Michelsen reseñando un libro de astrología. Por decirlo de otra manera: imaginen que las polémicas que se libran pasaran de la acalorada vehemencia que supone la pasión a la reposada y poderosa razón de los argumentos. Sin libros es impensable que ese cambio sea posible. Crear hábito de lectura (los índices de nuestro país son en extremo bajos) no significa solamente formar lectores literarios, sino formar lectores en todos los campos. Habría que generar una nueva dinámica que fortalezca socialmente al libro, que rompa su imagen de objeto de lujo para gente que puede "perder el tiempo" leyendo novelas y que permita que éste permee todos los ámbitos de la vida cotidiana. Los editores somos responsables de ello, produciendo buenos libros sobre temas diversos; los medios abriendo sus páginas para comunicar que estos libros existen; los generadores de opinión haciéndolos parte de su argumentación, el Estado creando escuela, y los lectores perdiendo el miedo a ser como un Quijote en su austera casa de la Mancha.