Poco antes de su primera expedición por la selva, Martin Von Hildebrand, entonces de 28 años, decidió extirparse el apéndice. No estaba enfermo ni nada parecido. Siguió el consejo de su maestro –y futuro suegro–, el antropólogo y explorador Gerardo Reichel-Dolmatoff: si iba a vivir durante meses en esos bosques húmedos y hostiles en busca de los tikuna, una de las 87 naciones amazónicas que hay en Colombia, debía reducir todo riesgo de morir. No era una advertencia en vano: cientos de exploradores perecieron antes en ese laberinto verde, consumidos por una dolorosa apendicitis. Corría el año de 1972. Martin sabía cómo presentarse ante una comunidad, dónde sentarse en la maloca, cómo entrevistar a los jefes, qué mapas consultar. Tenía varios baúles forrados de metal con artículos idénticos –hacha, linterna, rollos fotográficos, anteojos– por si uno se perdía. Aprendió primeros auxilios. Estaba listo para resistir semanas de viaje en canoa, impulsada por los remos de un guía indígena, a través de ríos serpenteantes. “Nunca me perdí ni me mordió una culebra”, recuerda, casi medio siglo después, el antropólogo de 76 años, mirada azul y humor bogotano. Y es que en todo hizo caso a su maestro, admite, excepto en una cosa: “Reichel me decía: ‘acuérdese, usted solo va a aprender a estudiar a los indígenas’. Pero bueno… yo me metí mucho más, y acabé dándole 48 años de mi vida a esto”. Desde su finca en Boyacá, a dos horas en auto de la capital, al principal promotor de que las comunidades nativas en Colombia tengan hoy más de 20 millones de hectáreas reconocidas y protegidas por el Estado, le resulta difícil determinar en qué momento decidió defender la Amazonia. Cree hallar una respuesta en ese viaje iniciático, que le permitió conocer de cerca las costumbres de los indígenas. Y también los abusos que contra ellos se cometían. De ese viaje recuerda, por ejemplo, a un hombre que debía trabajar sacando caucho durante 35 años para pagar una máquina de coser que el patrón le vendió a su mujer. Recuerda a los niños arrancados de sus padres por misioneros que se los llevaban a unos internados. “Les enseñaban que estaban equivocados, que sus ancestros, su cultura, sus dioses, su comida, que todo era un error”, dice el creador de la Fundación Gaia-Amazonas (gaia significa, en griego, Tierra Madre), dedicada a la defensa de la cultura y territorios ancestrales en Colombia. “Quise usar la antropología para cambiar eso”. Martin cree que esa urgencia de justicia la lleva en sus genes. Su madre, irlandesa, integró los grupos rebeldes contra los abusos de la corona británica. Su padre, alemán, participó de la resistencia contra el nazismo, hasta que tuvo que huir a Nueva York, donde Martin nació. Tal vez por eso, dice, siempre detestó el colonialismo, “que impone una visión del mundo a los que piensan diferente”. Era un niño de 5 años cuando aterrizó en Bogotá en 1948. Su padre llegaba para ser profesor en la recién fundada Universidad de los Andes, en cuyos techos construyeron una casa. Criaban pollos, un burro y una cabra llamada Séneca. Más tarde, cuando la situación económica de la familia mejoró, compraron una pequeña finca en los Llanos Orientales, donde Martin vivió con sus ocho hermanos. Allí conoció por primera vez a los guahibos, expertos cazadores con arco y flecha. Los ganaderos solían decir que eran “una plaga, que esos indígenas les quitaban la tierra”. Martin, en cambio, comía y charlaba con ellos. En el Liceo Francés, donde estudiaba becado, a Martin le gustaba la filosofía, tal vez por influencia de su abuelo Dietrich von Hildebran, filósofo y teólogo católico. Hasta que un día un profesor le sugirió “aterrizar” sus reflexiones y matricularse en la carrera de antropología que había diseñado Reichel-Dolmatoff en la Universidad de los Andes. También le puede interesar: La nueva narrativa indígena en el cine Martin le hizo caso. Estudió un año allí y se mudó a Irlanda, donde terminó la carrera. Su padre le consiguió un puesto en la British Petroleum, pero lo rechazó. “Papá estaba molesto. Me dijo que ese puesto era un ‘puente de oro’, que cómo lo iba a rechazar”. Y así, con 25 años, Martin tomó un avión de regreso a Colombia, “para hacer algo por mí mismo”. Al llegar a Bogotá, Reichel-Dolmatoff, su profesor, lo ayudó a ingresar al Instituto Colombiano de Antropología. Tenía planeado ir a la Sierra Nevada de Santa Marta a conocer a los indígenas kogui. Pero su maestro lo animó a cambiar las coordenadas hacia la selva de los tikuna. Durante los casi seis meses que estuvo internado en ese pedazo de bosque, Martin intentó explicar a los jefes que necesitaban tener el título legal de su territorio para evitar que siguieran pisoteando sus derechos. “Y ellos me decían: ‘¿Para qué? si la tierra no es nuestra, la tierra es de los árboles, de los animales, la tierra es de los espíritus’. Hasta que un día, después de tanto insistir, me dijeron: ‘¿Sabe, Martin? Usted que molesta tanto con ese papel, entonces vaya y consígalo’”. Y a eso se dedicó. Pasarían unos años para que, como director nacional de Asuntos Indígenas, durante el gobierno de Virgilio Barco, Martin lograra el reconocimiento de la propiedad colectiva de los indígenas: una extensión de selva similar a 112 veces el tamaño de Bogotá. Más tarde, a finales de los años ochenta, representó al Gobierno colombiano en la negociación del Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo. “Allí era el único que había vivido con indígenas; y, aunque estaban presentes muchos gobiernos, sindicatos, empresarios y empleadores del mundo entero, los indígenas no podían estar en esa negociación, algo absurdo”. Varios años han pasado desde eso. La fundación que Martin creó en 1990 hoy trabaja con 17 comunidades indígenas en la implementación de sus derechos y también coordina la iniciativa del Corredor Andes-Amazonas-Atlántico, que busca proteger la biodiversidad en la región al norte del río Amazonas, y resistir al cambio climático. “Somos una manifestación más de la naturaleza y somos una comunidad. La visión de los indígenas es fundamental para el futuro del planeta”, advierte el ganador del Premio Nobel Alternativo y del Premio Nacional Ambiental. “La cultura occidental no va a resolver este problema sola. No quiero decir que los indígenas no deban tener computadoras: toda cultura cambia y los indígenas tienen el derecho de acceder a esos recursos para montar sus propios proyectos productivos, pero sin caer en la sociedad del consumo. El mayor peligro que enfrenta la Amazonia es la visión occidental”. Aunque ya no está a cargo del día a día en Gaia-Amazonia –el actual director es su hijo Francis–, Martin no ha parado de trabajar. Pasa la mayor parte del año en su finca, donde cría gallinas y cultiva maíz, quinua y alcachofas. También dedica parte de su día a trabajar en su libro de memorias que publicará el año que viene. En esos espacios, suele sentarse en un banquito que un amigo chamán le regaló –“un banquito para pensar”– y mastica hojas de coca, como aprendió en sus travesías por la selva. Sobre sus últimos viajes, cuenta que ha conocido a varios jóvenes indígenas colombianos que están entrevistando con grabadoras a los ancianos para registrar sus mitos y rituales, como lo hacía él cuando era un joven antropólogo. Solo que ahora son ellos mismos quienes toman notas y fotos de los rituales, de sus canciones, y de ese modo transmiten y enseñan su cultura. Para que no la olviden. “Ahora se sienten orgullosos de quienes son”, dice el veterano explorador, “eso les ha dado una fuerza brutal”. *Periodista y escritor