El despertador suena y el sol del amanecer sale con calidez e incertidumbre. Johana se despierta para ver cómo lidiar con la situación de sus empaques. Hace unos meses, invirtió casi todos sus ahorros para adecuar una planta que procesa frutas, al lado de su casa. Sus confituras de fruta y el nuevo hummus son su máximo orgullo, sobre todo después de la odisea con el Invima.

Uno de sus clientes aumentó sus pedidos por las compras desenfrenadas que dispara la psicología de masas insolidaria. Pero no todos los clientes piden más. Todo estaría bien, si su proveedor de etiquetas en el barrio Ricaurte no le hubiera dicho: “Todo está cerrado, no le puedo imprimir nada más”. No importa, algo se inventará. Por el momento, una de sus tareas es ir a recoger 200 kilos de frutas por Sesquilé, pero el muchacho que le hace los acarreos no aparece. No, doña Johana, no puedo correr el riesgo de que me metan un parte. Johana tiene que traer la fruta como sea, porque allá en la sabana hay familias que dependen por completo de su compra. Eso quiere decir, como siempre, que tiene que pagar en efectivo, sin detenerse a ver cómo se va a poner a luchar contra la informalidad en medio de una pandemia. Las horas pasan y logra conseguir a alguien que la lleva hasta Sesquilé. Tiene que pagar el triple por el flete, y no es un vehículo de placa blanca, porque solo logró ubicar este. A pocos kilómetros del pueblo, la paran en un retén de la Policía. Johana les explica todo, con afán, con desespero, con optimismo, hasta que entiende que no la dejarán pasar si no les da la caja de mermeladas que llevaba en la van. Bueno, igual, “esa es la mentalidad aquí”. Ese es el aceite impuro que hace mover el motor de una economía enferma por el coronavirus y la corrupción “mini”. Pero desfallecer no es lo suyo. Llega al cultivo, paga la fruta, le hacen señas de agradecimiento porque ya no puede abrazar a doña Carmenza en medio del distanciamiento necesario. En el camino de vuelta, escuchando por radio las opiniones y decisiones para el emprendimiento, de aquellos que no saben nada de crear empresa y, sin parar de pensar en el problema de no tener etiquetas, pocos empaques y una liquidez que se acerca a cero, decide llamar a un cliente que le debe dinero. Lo necesita desesperadamente, porque el banco, que dice estar tan cerca en estos duros momentos, le descontó 70.000 por usar la banca online, sin hablar de los descuentos que le hacen por los pequeños pagos que se hacen desde otras ciudades. Si este cliente le paga la deuda, le salva la nómina y la liquidación de la persona que tiene que despedir. Al cliente le está yendo bien, según le dijeron a Johana, porque no paran de entrar personas a comprar. De hecho, el hummus cada vez se vende mejor con ese cliente. Pero no paga. ¿Entonces? No, no se va a poder mija. No le puedo pagar todavía. Pero, hay seis facturas vencidas don Mario. No se va a poder mija. Llame la otra semana a ver si usted puede venir y recoger lo de una factura. Johana no es de las que se rinde, y ahora su hermana le está ayudando a vender por redes, cosa que le da esperanza. El cierre de los restaurantes le hizo perder más de la mitad de sus ventas. Al llegar a la planta, sabe que tiene que decirle a uno de sus empleados que no puede seguir. Simplemente no voy a tener cómo pagarte el mes que viene, Juan. Como si tuviera pocos problemas, sabe que tiene pendiente el pago de una multa a su cliente más grande, porque no entregó unas confituras a tiempo. Sucede que el coletazo de las heladas en la sabana de Bogotá, lo vino a vivir en la pandemia.

En algún momento, cansada de hacer las mezclas, se quita su delantal, la cofia y las gafas. Se aleja de sus empleados y se sienta a llorar. Necesita ese desahogo, necesita pensar, necesita creer. Vuelve a la oficinita que creó para manejar la planta, y hace la lista de los pocos clientes que aún le piden. Para variar un poco, piensa en sus finanzas personales. Tenía algunos ahorros conjuntos con su hermana en una fiducia, justo lo que les dejó su papá. No puede creerlo cuando ve que tuvo que pagar comisión al banco, a pesar de ver rendimientos de casi -6%. En algún punto, decide mirar por la ventana y olvidarse de todo, así sea por un microsegundo, respirando profundo. Cierra los ojos y ve en su interior que, a pesar de todo, poder respirar bien es un gran privilegio en medio de una pandemia que juega con nuestros miedos. No se va a rendir. Se vuelve a levantar, así como los héroes anónimos de la medicina que se ajustan sus equipos, entran a la guerra y le dan vida a la esperanza.