Cuando escribo esto –el jueves por la tarde– el resultado de las elecciones norteamericanas sigue en el aire. Pero si las gana Joe Biden –o más exactamente, si las pierde Donald Trump–, como parecen indicar las últimas tendencias, tampoco van a cambiar mucho las cosas. Sí, será un alivio espiritual el de ver que por lo menos no sigue en el cargo más poderoso del mundo ese payaso bárbaro. Pero tampoco es que Biden vaya a mandar mucho ni a cambiar el rumbo de la que es todavía la primera superpotencia del mundo. No podría, aunque quisiera, porque el Senado sigue en manos de los republicanos, que además controlan el poder judicial de la Corte Suprema para abajo. En todo caso, y aunque quede para muchos años lo que últimamente llaman su “legado”, la salida de Trump tendrá buenas repercusiones en los Estados Unidos y en el mundo en general.

En el mundo, por un asunto fundamental, que será la probable reinserción de los Estados Unidos en los acuerdos de París sobre el cambio climático, de los cuales se retiró olímpicamente Trump. Aunque para eso habrá que superar la resistencia de los republicanos del Senado, que no creen en esos cuentos chinos. Y esos acuerdos son letra muerta sin la participación del segundo país más contaminante del planeta (después de la China). Y será bueno para los Estados Unidos, para empezar, en el posible tratamiento racional de la pandemia de la covid-19, que a pesar del cuarto de millón de muertes causadas en su país y ante sus narices Trump ha insistido en ignorar. Aunque también en eso la tarea será difícil: en los estados de la Unión que tienen más contagios y más muertos ganó las elecciones Trump.

Y casi las ganó, o al menos las empató, en casi todo el país. Más electores votaron por él ahora que hace cuatro años, a pesar de su caótico gobierno. Porque la mitad de los gringos creen –o ven– que Donald Trump es igual a ellos, y eso les gusta. Les gustan sus trampas, sus mentiras, su evasión de impuestos, sus putas, sus violaciones, sus fraudes, sus escándalos, su negativa de la pandemia y del cambio climático; y, por supuesto, su xenofobia.

Otra cosa es América Latina, y en particular Colombia. He leído en los periódicos muchos sesudos análisis sobre la influencia que podría tener la elección del uno o el otro sobre los intereses y los problemas de este país. Unos dicen que si patatín y otros que si patatán, y hasta han surgido otros más que lo que plantean es la influencia que ha podido tener Colombia en las elecciones gringas, bien sea por las presiones del Gobierno de Duque a través del intrépido embajador Pachito Santos sobre la Casa Blanca, o por el peso de los votos de los expatriados colombianos en La Florida.

Yo creo que ni lo uno ni lo otro. Ni el embajador Santos tiene la capacidad de influencia del ruso Vladímir Putin, ni el cambio de titular en la presidencia norteamericana va a tener el menor efecto sobre las relaciones entre los dos países. Ni Biden es “bueno” ni Trump es “malo” (ni viceversa): en lo que toca a su patio de atrás que es América Latina los dos son idénticos: presidentes de los Estados Unidos, como lo han sido todos sus antecesores, tanto republicanos como demócratas. Abusadores, matones, imperialistas. Así nos han impuesto sus tratados comerciales, sus guerras, desde la anticomunista hasta la nefasta “guerra frontal contra la droga”, que desangra a Colombia y a México. Así han sido todos, desde George Washington, que en Haití ayudó con armas a los plantadores franceses a defenderse de la rebelión de los esclavos negros, hasta Barack Obama, que una vez dijo –por criticar a Vladímir Putin y su invasión de Ucrania– que él no necesitaba invadirlos para que sus vecinos le obedecieran. Como si los Estados Unidos no hubieran invadido 50 veces distintos países latinoamericanos en nombre de su Doctrina Monroe de “América para los americanos” para forzar su sumisión. Para poner el ejemplo de los dos Roosevelt: Teodoro, el que hace un siglo se robó a Panamá, era republicano; en tanto que Franklin, el socio y protector de varios tiranos sanguinarios del continente en los años treinta (“Anastasio Somoza –dijo famosamente– será un hijo de puta: pero es NUESTRO hijo de puta”), era demócrata. Y a su política la llamó “del Buen Vecino”.

Sigue siendo acertada la frase que escribió Simón Bolívar en 1829 sobre este tema: “Los Estados Unidos parecen destinados por la Providencia a plagar de miserias a América en nombre de la libertad”.