Toda la prensa liberal norteamericana está manifestando su temor de que, si pierde las elecciones del 3 de noviembre, el presidente Donald Trump no aceptará la derrota. Así lo ha advertido varias veces: dirá que ha habido fraude. Eso sería un problema jurídico importante, que podría llegar –como en las elecciones del 2000 entre George W. Bush y Al Gore– a que fuera la Corte Suprema la que decidiera quién debe ser el presidente de los Estados Unidos, por encima a pesar del voto popular. Ya hace cuatro años la candidata demócrata Hillary Clinton ganó este por tres millones de diferencia, pero aceptó sin protestar la victoria dada a Trump por los grandes electores del complicado sistema federal de los Estados Unidos. Y por eso es tan importante para los republicanos que, a las volandas, sea llenada por una candidata de derechas, propuesta por Trump, la vacante dejada en esa Corte por la muerte de la jueza demócrata y liberal Ruth Ginsburg.

Pero más peligrosa me parece la posibilidad, la probabilidad, de que no solo Trump sino con él sus partidarios violentos de las milicias supremacistas blancas, rechacen el resultado de las urnas y tomen partido armado contra la posible derrota de su presidente.

Trump los ha llamado a “vigilar” las elecciones. Es decir, en la práctica, a presentarse armados de pistolas y fusiles en los sitios de votación para amedrentar a quienes no voten por Trump, su jefe. Eso mismo se vio hace casi un siglo en Europa, en las elecciones que acabaron por darles el poder en Italia a Mussolini y en Alemania a Hitler. En Colombia, para no ir tan lejos, lo hemos visto recientemente en las votaciones “democráticas”, bajo la amenaza en unos sitios de los paramilitares de derecha y en otros de los guerrilleros de izquierda: de gente armada. En los Estados Unidos, donde por la protección de la Segunda Enmienda de la Constitución hay repartidas entre la población civil más de 100 millones de armas de guerra –no escopetas de cacería o revólveres de película de cowboys, sino fusiles de asalto y ametralladoras–, los resultados pueden ser aun peores.

Es una cosa que no se ha visto nunca en la historia de ese país: violencia en las elecciones. Los norteamericanos la solían reservar para la vida familiar o universitaria, cuando era violencia individual; y, cuando era colectiva, para sus relaciones con los países extranjeros. Pero una cosa es echar bombas en Vietnam o en Irak o en Libia, y otra muy distinta echar tiros en los puntos de votación de Wisconsin o de Texas, de Oregon o de Nueva York. Trump ha anunciado sin descanso que los demócratas van a hacer fraude en las elecciones, y pretende evitarlo incitando a sus partidarios republicanos a que usen la amenaza. Nunca, desde la Guerra Civil, habían estado tan radicalmente enfrentados los dos grandes partidos norteamericanos. Y el responsable es el presidente. Y la policía. Y la defensa a ultranza de las actuaciones brutales de la policía que ha hecho el presidente. Solo le ha faltado a Trump disfrazarse él mismo de policía para asustar a los manifestantes, como su colega colombiano Iván Duque.

Volviendo a la Guerra Civil de los Estados Unidos: dijo Abraham Lincoln, con quien Trump gusta de compararse, citando una frase de Jesucristo del Evangelio de san Marcos, que “una casa dividida contra sí misma no puede sostenerse”. Ya Trump y el Partido Republicano en su conjunto han conseguido dividir a su país hasta un punto sin precedentes desde aquella guerra, política y moralmente. Y hasta científicamente, entre quienes creen que el coronavirus existe y quienes piensan, con Trump, que es solo un cuento chino.

Así, lo que se juega dentro de 15 días es tremendo. Uno de los dos candidatos, Joe Biden o Donald Trump, tendrá que ganar las elecciones de manera arrolladora para que sea aceptada sin protesta por la otra parte. De lo contrario, habrá violencia.