La semana que pasó, otro gobierno dejó claro bajo qué condiciones y en qué forma podría participar en el conflicto colombiano. Francia, en cabeza del Presidente Sarkozy, se está jugando una carta política y humanitaria de gran relevancia al presionar abierta y vehementemente por la liberación de Ingrid Betancourt y al enviar una misión de asistencia médica a ella misma y eventualmente a otros secuestrados en poder de las FARC. El alto perfil de la posición francesa es parte de una cadena de diálogos, en unos casos más y en otros menos cordiales, entre las partes en conflicto en Colombia (ambos, guerrilla y gobierno) y actores claves de la comunidad internacional. Pero, ¿qué significa esta repentina explosión de interés global en la guerra que se libra en Colombia? ¿qué elementos deben incluirse en la evaluación del papel que juega la comunidad internacional en la actual coyuntura? Aunque se trata de preguntas de gran envergadura, es posible empezar a proponer algunos elementos para el debate. Para empezar, es necesario desprenderse de discursos anacrónicos que tienden a ver con sospecha lo que denominan ‘intromisión’ de actores internacionales en asuntos domésticos. Dichas propuestas argumentan que estas ‘intervenciones’ solo contribuyen a deteriorar la soberanía nacional. Este, hay que dejarlo claro, es un debate pasado de moda. Para empezar, en varios e importantes casos, son las mismas partes en conflicto las que deciden atraer la atención de países u organizaciones internacionales e involucrarlos de diversas formas en su confrontación. La ayuda militar de Estados Unidos a algunos países Centroamericanos durante la guerra fría, por ejemplo, difícilmente puede ser interpretada como una imposición o una simple intromisión. Estos gobiernos, al igual que sucede actualmente en el caso colombiano, activa y voluntariamente involucraron a los correspondientes gobiernos estadounidenses, tanto en sus guerras como en sus procesos de paz. Consecuentemente, la participación de Estados Unidos en estos conflictos, en vez de ser una forma de socavar la soberanía nacional, es justamente una forma de ejercerla. La internacionalización del conflicto es entonces una decisión consciente y explícita de las partes enfrentadas. Para ponerlo de una forma aún más cruda, es una estrategia que puede servir, tanto en tiempos de guerra como en tiempos de negociación, para fortalecer las posiciones militares o políticas de los contendientes. Adicionalmente, pensar que la participación de actores internacionales tiene como único efecto el deterioro de la soberanía nacional resulta, a lo menos, simplista y poco riguroso. Por ejemplo, en Guatemala, desde 1978 hasta 1985, las fuerzas militares renunciaron a la ayuda estadounidense porque consideraron que las restricciones impuestas por el Congreso y la administración de Jimmy Carter en materia de respeto a los derechos humanos, constituían una forma de intervención inaceptable. En una medida importante, ante la ausencia de ayuda militar estadounidense, Washington se quedo sin un mecanismo clave para presionar a las fuerzas militares guatemaltecas y obligarlas a cumplir con la normatividad internacional de derechos humanos. El resultado, fue una guerra con visos de genocidio y que hoy todavía pueda ser catalogada como una de las más cruentas que ha visto este hemisferio. La lección es simple: las alianzas con otros países nunca se dan sin pagar un costo, pero dicho costo no es exclusivamente la pérdida de soberanía ni ello es necesaria e inevitablemente negativo. Los actores internacionales pueden contribuir a la humanización de la guerra. Al final, uno siempre se porta mejor cuando hay visita, más aún cuando la visita llega con ayudas que puedan mejorar las condiciones de lucha en la guerra o las posiciones políticas durante las negociaciones. El último elemento clave para entender y evaluar acertadamente la participación internacional tiene que ver con la necesaria dosis de realismo que todos en Colombia debemos tomarnos. No es sensato esperar que otros países participen en la guerra colombiana por puro altruismo. Cada cual tiene sus intereses bien cifrados y es ingenuo pensar de otra forma: Francia quiere la liberación de Ingrid Betancourt; Estados Unidos quiere—entre otras cosas—una lucha eficaz contra las drogas ilícitas y la erradicación de lo que ellos definen como una manifestación adicional de terrorismo internacional; Chávez quiere consolidarse como un líder regional alternativo y enfrentado a la cada vez más contundente pero menos popular hegemonía estadounidense; Ortega quiere una solución a su favor en el diferendo limítrofe, etc. Solicitar a estos gobiernos que se despojen de esos intereses y sean absolutamente neutrales es inconsistente con la lógica natural de comportamiento de los Estados. El truco está en encausar esos intereses en forma que permitan en primera instancia, que la guerra sea rápidamente humanizada y posteriormente, que faciliten la resolución pacífica del conflicto colombiano. Por ejemplo, si la cada vez más clara apuesta del gobierno francés por la recuperación física de Ingrid Betancourt puede llevar alivio médico y humanitario a otros colombianos que padecen del secuestro, bienvenida sea. Y si los intentos y la insistencia por liberarla pueden traducirse en un canje humanitario que beneficie a muchos otros colombianos que padecen de este flagelo, pues no podríamos estar caminando por una mejor senda. En últimas, en vez de asumir actitudes fundamentalistas y retrógradas en lo relacionado con la presencia de gobiernos u organizaciones extranjeras y en vez de pensar que mejor es ‘lavar la ropa sucia en casa’, deberíamos buscar la forma de sacarle el mayor y mejor provecho posible al interés de estos gobiernos y organizaciones internacionales en nuestro conflicto armado. Poco orgullo podemos derivar de una guerra que peleamos solos pero que no hemos encontrado forma alguna de terminar.  * Profesora e Investigadora del Departamento de Ciencia Política de la Universidad de Los Andes.