Los familiares de los desaparecidos forzados en Colombia han sufrido una doble pena. Por un lado, han sido víctimas de un delito atroz que, a diferencia de otros crímenes de lesa humanidad, no permite que el tiempo cierre las heridas abiertas hasta tanto no se encuentre al ser querido. Y eso puede tardar toda la vida. Pero, además, han sufrido de invisibilidad. El Estado, y en gran parte, la sociedad colombiana, no quisieron ver ni reconocer este delito durante casi tres décadas, desde cuando éste se empezó a utilizar en Colombia como sucia arma de guerra. Primero, el delito no se contabilizaba legalmente. Sólo en 2000, cuando fue aprobada la Ley de Desaparición Forzada, la justicia pudo empezar a procesar personas responsables de este crimen. Se creó entonces una Comisión Nacional de Búsqueda de Personas Desparecidas. Tomó otros cuatro años que éste fuera registrado en las estadísticas nacionales. Según el informe sobre el tema que acaba de sacar la publicación del Pnud Hechos de Callejón, apenas el año pasado, Medicina Legal comenzó a diferenciar los motivos por los cuáles se creía que había desaparecido una persona. Antes se revolvían los casos de viejitos desorientados que se alejaban de su hogar perdidos, o de parejas adolescentes que se escapaban de la casa, con los casos de personas que han sido desaparecidas forzadamente, contra su voluntad, casi siempre en relación con el conflicto armado. Y todavía falta mucho para que la desaparición forzada sea tenida en cuenta políticamente. No es por casualidad que en las estadísticas oficiales de los logros de la Política de Seguridad Democrática no se haya registrado este delito. De acuerdo con quienes han investigado este crimen, la mayoría de sus víctimas son dirigentes campesinos y populares, simpatizantes de movimientos de izquierda, trabajadores de las ONG. Y a los gobiernos de la derecha no les gusta reconocer a las víctimas provenientes de la izquierda. Pero hay aun otro motivo más poderoso. De incluir los retrocesos en desaparición forzada en las estadísticas oficiales, la impecable película de la seguridad democrática se habría desenfocado. De hecho, el período entre mediados de 2002 y mediados de 2003, el estreno del gobierno de Álvaro Uribe, se considera uno de los peores registrados, con 410 desaparecidos: por agentes del Estado (62), guerrillas (13) y paramilitares (334), según algunas de las cifras más conservadoras. La ONG que agrupa a los familiares de los desparecidos, Asfaddes, registró 1.362 desaparecidos en 2002 y 1.189 en 2003. Ahora, por fortuna, las cosas parecen estar cambiando. La presión de las víctimas cada vez con mayor apoyo internacional, las organizaciones como Asfaddes y la Comisión Colombiana de Juristas, la acción decidida de algunos funcionarios estatales y la reciente aparición de varias fosas comunes en las cuales ya se han identificado los restos de 240 personas que estaba desaparecidas, desembocó en un sacudón en la Comisión de Búsqueda. Este mes lanzará un Plan Nacional de Búsqueda que, entre otras cosas, diseña protocolos para que la exhumación de nuevas fosas conduzca a la identificación efectiva de las personas y la rápida información del hallazgo a quienes están buscando a sus desaparecidos. Además, el Registro Unico de Personas Desaparecidas, que había sido creado por decreto presidencial hace un año, se pondrá por fin en marcha antes de diciembre. Con este, Medicina Legal unificará las diversas estadísticas que hoy recogen Fiscalía, Procuraduría y otras entidades. Es de esperar que una vez se cuente con estadísticas oficiales sobre este crimen, el gobierno por fin incluirá la disminución de desaparición de personas entre las metas de la Seguridad Democrática. Sólo entonces las familias de los desaparecidos tendrán un motivo menos para sufrir, porque empezarán por fin a existir y su dolor a ser reconocido. Y también, en la medida en que el Estado mida la magnitud de la tragedia, el país la reconozca y la incluya entre sus desafíos de seguridad, habrá mayor esperanza para ellos de encontrar algún día a sus seres queridos que se llevaron a la fuerza, y cuya suerte aún desconocen. * * * En días pasados fui a chequear mi maleta en el recién remodelado Puente Aéreo de Avianca en Bogotá. Para sorpresa mía, y de todos los pasajeros que hacíamos la cola, detrás del mostrador, junto con las empleadas de siempre, estaba atendiendo el propio presidente de Avianca, Fabio Villegas. Sonriente, sencillo, iba y venía conversando con los pasajeros y solucionando problemas. Es algo que jamás se hubiera visto en los tiempos en que los presidentes de la aerolínea nacional eran unos personajes inalcanzables, a los que sólo se veía en público, en los cocteles y cuando iban al Congreso a hacer lobby. La anécdota es reveladora del nuevo estilo de liderazgo cercano y preocupado que hay en la aerolínea, que con seguridad ha redundado en un servicio sustancialmente mejor en puntualidad y buen trato al pasajero. Es de esperar que con la misma diligencia se estén revisando los procesos de mantenimiento de los aviones, luego del penoso incidente del vuelo rumbo a Buenos Aires que estuvo en riesgo.