Por cuenta del auge de las pirámides del año pasado, el país vivió una particular situación que dejó en evidencia los diferentes lentes con los que masivamente la gente asume sus aspiraciones legítimas. Con una mirada simplista, algunos argumentan que para ese momento el país se dividió en dos: entre los que entregaron a las captadoras ilegales sus ahorros, y entre quienes pensaban en hacerlo. Si se aceptara esta interpretación de lo sucedido, dejaría a los primeros como aquellos confiados que no atendieron las señales de alerta que ya sonaban, y a los segundos como aquellos que sujetaron sus aspiraciones a la elemental "prueba de olfato" y decidieron irse por lo seguro y aplicar el adagio de que "de eso tan bueno no dan tanto".Pero la realidad tuvo diferentes matices. En el primer grupo no sólo hubo gente poseída por la fiebre del dinero fácil, como también se llegó a argumentar, o sólo personas ingenuas que entregaban su dinero esperanzadas en recibir rendimientos de hasta el 150 por ciento de interés mensual, con sólo un letrero en cartulina en la puerta de un garaje. La ilegalidad en este caso tuvo mil caras. Entre otras, la del carismático joven que con un discurso redentorista de la pobreza cautivaba a inexpertos; la de la aparente corporación hotelera que ofrecía sus acciones como el negocio de la vida, la de la reconocida presentadora de televisión que apalancaba con lo recaudado riesgosas operaciones comerciales, o la de los coroneles de la Fuerza Aérea que con su rango, y un descrestante lenguaje técnico, esquilmaron hasta a sus superiores. El común denominador de todos es que en las ofertas que recibieron hubo algún factor que les hizo creer que ellos eran merecedores de la fórmula de la prosperidad sin esfuerzo. Y este fue el principio de su fracaso, que en algunos casos los llevó hasta perder la casa. Es cierto que en la debacle vivida tuvo gran importancia que la acción de las autoridades fue tardía. No sólo no salvaguardaron los bienes de sus ciudadanos, sino que muchos funcionarios participaron en las filas de los 'inversionistas'. Pero la decisión final de lo que cada uno está dispuesto a hacer con su dinero, es personal. Unos pocos ganaron. Algunos de los inversionistas se salieron del juego en el momento en que la suerte les sonreía, a pesar de que su fortuna significó la desgracia de muchos perdedores a quienes la ambición les rompió el saco. Poco se sabe de la mayoría de los vivos que orquestaron semejante tinglado de confianza irresponsable en sus proyectos. El único proceso que ha avanzado, bajo la obsesiva mirada de los medios, es el de David Murcia Guzmán y sus más cercanos colaboradores en DMG, la más grande de las empresas de dinero fácil. La mayoría de ellos negoció con la justicia colombiana, mientras enfrentan una solicitud de extradición de Estados Unidos, y a sus tarjetahabientes sólo se les reembolsa una mínima parte de lo perdido. De lo que pasó con el resto de empresas, cerca de 100 en su momento, se desconoce casi todo más allá de que fueron intervenidas, que algunos de sus dueños fueron capturados, que con seguridad pagarán condenas inferiores a 10 años de cárcel, y que el dinero no aparece por ningún lado. En resumen, unos vivos enriquecidos y, en una generosa interpretación, unos cándidos perdedores.La fe en materia económica no puede llevar a una confianza ciega, incluso contrariando principios de la elemental lógica. Así como la ley de la gravedad es una, el dinero no se multiplica eternamente, de forma gratuita, sin algún riesgo o sin un dolor de cabeza de por medio.   * Periodista de SEMANA