La película El Lado profundo del mar, protagonizada por Michelle Pfeiffer, actualmente en cartelera, retrata uno de los dramas más difíciles que pueda afrontar una persona y que, en opinión de algunos terapeutas, es aún más catastrófico que la misma muerte de un familiar: la desaparición de un ser querido. Ante la muerte los dolientes aterrizan en la realidad de la pérdida al ver el cuerpo de la persona inerte o vivir el rito del funeral. Pero, como sucede con el niño del filme de Ulu Grosbard, en segundos un familiar puede desaparecer sin dejar rastro. Después de una búsqueda sin éxito la familia se resigna a vivir con la pérdida y trata de llevar una vida normal. Como en la película el niño finalmente aparece la historia se queda corta para explicar el drama que puede vivir una familia cuando uno de sus miembros desaparece y nunca más se vuelve a saber de su paradero Y aunque estos casos parecen melodramas de Hollywood las desapariciones son situaciones reales que a diario viven muchas familias en Colombia. La versión criolla que más se acerca a la trama de esta película es la de Juan Diego Saldaña, un recién nacido que fue robado prácticamente de los brazos de su madre en 1997 y que apareció dos años después. "Fue muy terrible porque yo sabía que era difícil reconocer a un bebé sin identidad", dice Mary Celedón, la mamá del pequeño. Toda la familia tuvo que pasar por sicólogos y siquiatras y a pesar de ello esos dos años de incertidumbre fueron muy dolorosos. Por una experiencia similar han atravesado familiares de miles de niños y adultos desaparecidos o de soldados perdidos en combate, personas secuestradas, sindicalistas y políticos retenidos a la fuerza, entre otros. En el país, según la Fundación País Libre, se cree que existen 1.400 personas en cautiverio y sólo en los tres primeros meses del año han sido secuestradas 784 personas. Se estima que hay 4.000 desaparecidos _personas retenidas por quienes no se ha solicitado rescate_, según cifras de la Asociación de Familiares de Detenidos y Desaparecidos (Asfaddes). Pero no todos tienen un final feliz como en el caso de Juan Diego. Por el contrario, estas familias han tenido que cargar por mucho tiempo con un duelo en suspenso generado por el desconocimiento de la suerte de ese ser querido. Pese a que es un drama común y que sus consecuencias son devastadoras, el tema ha recibido poca atención de los sicoterapeutas y hasta hace poco esta condición ni siquiera estaba descrita bajo categoría alguna. Pero la doctora Pauline Boss, una sicóloga experta en relaciones familiares de la Universidad de Minessota, investigó esta problemática y publicó un libro que entre otras cosas le sirvió para bautizar por primera vez esta situación con el nombre de 'pérdidas ambiguas'. Partir sin decir adiós Bajo esta categoría la especialista agrupa a aquellas personas que desaparecen físicamente pero están emocionalmente presentes. Pero el término también incluye los casos opuestos, es decir, aquellos que están físicamente presentes pero emocionalmente ausentes, como los de enfermos de Alzheimer o de quienes sufren traumas severos en accidentes y despiertan de un estado de coma sin conocer a nadie. En cualquiera de estas dos situaciones se genera una ambivalencia motivada por la ausencia de una parte de esa persona, ya sea la física o la emocional. Esa ambigüedad puede dejar una herida abierta por años, sobre todo si se trata de desaparecidos o secuestrados. "Y si no hay mecanismos que permitan cerrar esa herida el ausente se queda presente", dijo Pauline Boss a SEMANA. Una de las consecuencias más graves de esta incertidumbre es que paraliza de una u otra forma a los miembros de la familia en un fenómeno que la doctora Boss llama dolor congelado. Esto significa que las personas no pueden resolver su tristeza en un proceso de duelo normal sino que permanecen en un limbo que genera estrés, ansiedad y depresión. Tal situación se vive en la familia del sindicalista Hernando Ospina Rincón, quien desapareció el 11 de septiembre de 1982 mientras trabajaba en su taller de latonería y pintura sin que hasta hoy exista una prueba concreta de su destino. Su esposa, María Elena Ruiz, con lágrimas, habla de la situación como si la desaparición hubiese ocurrido ayer y no hace 17 años. "Un día creo que está muerto pero al otro día pienso que quizás aún este vivo, deambulado por las calles. Si encontráramos su cuerpo tendríamos la certeza y podríamos hacer el duelo y acabar con esta incertidumbre. Pero no existe ninguna prueba". Cuando el problema no se diagnostica ni se maneja de forma correcta puede crear situaciones conflictivas tan extremas como la misma muerte. En el caso de los Ospina la menor de las hijas murió sin un diagnóstico, aparentemente por el trauma que le generó la desaparición de su padre. Su abuela perdió la razón y corrió con la misma suerte. Es posible que entre la familia algunos miembros nieguen la situación, ya sea pretendiendo que todo sigue igual o pensando que ya no vale la pena seguir preocupándose por el asunto. Otra sensación muy frecuente es culparse a sí mismo. "A veces siento ganas de que se muera. Nos grita o nos ignora. Era mi amiga y consejera y ahora yo no puedo esperar de ella una respuesta inteligente", dice Liliana, refiriéndose a su madre, Cecilia, diagnosticada con Alzheimer desde hace seis años. También es probable llenarse de rabia hacia la persona desaparecida o enferma por tener a la familia en esa especie de callejón sin salida. "Mi hermano siempre evita el tema de mi padre y en un momento dado llegó a odiarlo", dice Marta Janeth Ospina. Si bien esos sentimiento de ambivalencia y de culpabilidad son naturales, la verdad es que actúan para preservar el estado de las cosas, mantener la esperanza y liberar el dolor. Por lo tanto, esa ambivalencia evita que la persona tome decisiones y siga viviendo a pesar de la situación difícil por la que atraviesa. Pero cuando logra determinar exactamente qué se ha perdido y qué no, según la doctora Boss, se vuelve a recobrar el control sobre la vida. La experta menciona el caso de la esposa de un hombre que, por un daño cerebral grave, tenía problemas de agresividad e incontinencia urinaria. Un día ella decidió mudarlo a una casa al cuidado de personas especializadas y ahora lo visita un par de veces por semana. "Yo aplaudo esas decisiones porque muchas veces es la única manera en que pueden vivir con el problema", dice la experta. Pero muchas personas no tienen las herramientas para tomar esas determinaciones y no encuentran apoyo en los terapeutas porque ellos no han observado el fenómeno en su dimensión. La mayoría de ellos tiende a pensar que los familiares de personas desaparecidas tienen un duelo patológico. No obstante, Boss cree que la mayoría se equivoca cuando piensa que la fuente de esa melancolía está en una debilidad para afrontar el dilema y no en una situación absurda que se vive. Aunque ante la muerte de un ser querido hay una respuesta de apoyo de amigos y vecinos en casos como estos las familias se quedan solas. "La gente no está acostumbrada a dar el apoyo si la muerte no está certificada", dice Boss. Lo importante, según la sicóloga, es no negar la situación, comunicarse con los otros miembros de la familia y seguir buscando respuestas al misterio de la desaparición de su ser querido sin que eso trastorne la vida diaria. "Yo nunca perdí la esperanza de encontrar a Carlos Eduardo", dice Carmen Peña, a quien le secuestraron a su único hijo en 1995. Después de un año de incertidumbre su cuerpo fue hallado en un caño de Bogotá. Sus secuestradores lo habían matado cinco días después del plagio. "Yo creo que encontrarlo fue muy triste pero al menos terminó la impotencia, la angustia y la zozobra que vivía". Pero buscar las respuestas tiene sus dificultades. Durante los últimos meses Elsa de Delgado ha estado en hospitales, morgues, la Fiscalía, el Ejército y varias ONG pero aún no sabe de su hijo mayor, Eduardo Andrés, de 23 años, quien desapareció hace más de 12 meses cerca de la Sierra Nevada de Santa Marta. "Todos me dicen que es una zona peligrosa y no pueden ir a buscar. Después de todos los esfuerzos lo único cierto es que mi hijo no está", dice Elsa. Y aunque la experta aconseja que las personas busquen a sus seres queridos y nunca se den por vencidos, piensa que lo más honesto es que lo hagan con la idea de que tal vez nunca encontrarán respuestas. Y esa es tal vez la realidad más dura que deben manejar quienes viven una pérdida ambigua. Pero en ese sutil equilibro está la clave para seguir adelante. Como dice Boss, el objetivo es encontrar la manera de cambiar aunque esa pérdida ambigua se mantenga por el resto de la vida. Presentes pero ausentes Las pérdidas ambiguas tienen que ver con transiciones y cambios. Muchas de éstas son normales y se registran en eventos de la vida diaria como, por ejemplo, cuando los hijos se van del hogar o cuando uno de los padres está muy concentrado en el trabajo y, aunque está presente físicamente en la casa, su mente sigue en la oficina. La mayoría de personas, sin embargo, pueden superar estas experiencias. Solo cuando estas pérdidas son severas las personas tienen dificultades para manejarlas. Dentro de estos casos extremos se encuentran aquellas situaciones en las que: * No hay presencia física pero sí emocional: la desaparición de un ser querido, ya sea por accidente de avión, combate de guerra, secuestros, desapariciones forzadas o misteriosas. Los abortos, las muertes de un hijo al nacer, un divorcio o el sentimiento de una madre que da en adopción a su hijo, así como los casos de inmigrantes que dejan su cultura, familia y costumbres para iniciar una nueva vida en otro país, clasifican en esta categoría. * Hay presencia física pero no emocional: es el caso de enfermos de Alzheimer o quienes sufren un trauma por accidente y nunca vuelven a ser los mismos. El caso de un affair de uno de los dos esposos. Aunque su cuerpo está en casa su mente está en otra parte. Los adictos a las drogas o al alcohol también caen en esta clasificación. Los síntomas Una pérdida ambigua genera una situación de Incertidumbre, caracterizada por la sensación de inmovilización o congelamiento de la vida y por la proliferación de sentimientos encontrados. La persona trata de evitar la idea de que un ser querido _muy enfermo_ se muera, pero al mismo tiempo anhela que la situación llegue rápido a un final. Otros síntomas comunes son: * Estrés, depresión, angustia y ansiedad. * Culpabilizarse a sí mismo por la desaparición o la enfermedad del ser querido. * Odiar a la persona desaparecida o enferma por el dolor que está causando. * Negar el conflicto o clausurarlo, aun cuando el enfermo no haya muerto o no existan indicios del desaparecido. * Los conflictos familiares abundan en estas situaciones, pues entre los miembros de un grupo familiar existen maneras diferentes de ver el problema. De ahí la importancia de hablar sobre el tema.