Mientras duró la campaña presidencial, muchos creyeron que la eventual llegada de Juan Manuel Santos al Palacio de Nariño representaría la absoluta continuidad de la de Álvaro Uribe. De hecho, y en aras de conquistar nuevos votantes, varios de sus estrategas le sugerían mostrarse como el verdadero sucesor de quien, hasta entonces, había sido el Presidente más popular en la historia reciente. A Santos lo eligió el uribismo y, por eso, analistas, académicos y políticos se sorprendieron al ver los cambios que empezaron a darse en el panorama político desde su posesión. Después de ocho años de gobierno de Uribe, en el ambiente político del país reinaba la polarización. La reforma constitucional que permitió la reelección en 2006 y el intento de cambiar las normas y volverla a autorizar en 2010 tenían dividido al país en dos bandos: los uribistas y los antiuribistas. Entre los primeros se encontraban La U y el Partido Conservador. Entre los segundos, los líderes y militantes de Cambio Radical, del Partido Liberal y del Polo Democrático. La división entre uribismo y antiuribismo permeó a la sociedad, estuvo presente toda la campaña, dividió al electorado y fue eje de los discursos y de los debates entre los candidatos. Incluso, profundizó divisiones internas en partidos como el Conservador, en el que, por ejemplo, Andrés Felipe Arias y Noemí Sanín se peleaban por mostrarse como los elegidos por el ex presidente para sucederlo. La claridad de la división política y la identificación de Santos con Uribe llegó al punto en que, en todos los debates de televisión, asistentes y aspirantes le pasaron la cuenta de cobro al candidato por los escándalos de corrupción, por los problemas de Agro Ingreso Seguro o por las ‘chuzadas’ del DAS. La balanza de pesos entre las diferentes fuerzas políticas comenzó a cambiar cuando Santos le sacó a Antanas Mockus, su principal contendor, más del doble de votos en la primera vuelta. Desde ese día el candidato de La U comenzó a esbozar un discurso en el que hacía referencia permanente a la Unidad Nacional, invitaba a “la concordia” y acercaba a fuerzas políticas que le habían hecho oposición. En sus palabras, además de mencionar el apoyo de los conservadores y los miembros de La U, saludó a los jefes del Partido Liberal, a los de Cambio Radical, a los del Polo Democrático y a los del Partido Verde y les prometió recoger “sus mejores propuestas”. Al poco tiempo, su llamado a la inclusión le dio resultados electorales: antes de la segunda vuelta, Santos ya contaba con la adhesión de Germán Vargas y de la mayoría de los congresistas del Partido Liberal. Veinte días después, al ser elegido Presidente con más de nueve millones de votos, la Unidad Nacional volvió a ser el leitmotiv de su discurso. “Soy y seré el Presidente de la unidad nacional. Los invito a que nos pongamos de acuerdo en la construcción de un gran acuerdo de unidad nacional, el cual incluirá reformas laborales, fortalecerá la seguridad de las ciudades y combatirá la corrupción y la impunidad”, dijo. Las implicaciones políticas del nuevo lema se hicieron sentir casi de inmediato. En el mes que transcurrió entre su triunfo y la posesión del Congreso, Santos se ausentó del país, pero las fuerzas políticas empezaron a buscar una nueva alineación. Y desde afuera, la mirada de los críticos señalaba que detrás del discurso de la Unidad se escondía una especie de reencauche del Frente Nacional. No en vano, al mismo tiempo que el conservatismo, el liberalismo y Cambio Radical acogían la invitación a hacer parte de una misma mesa programática, se armaba una nueva coalición de gobierno en la que se matriculó el 80 por ciento de los parlamentarios. La controversia sobre el eventual unanimismo que generaría la confluencia de tantas fuerzas alrededor del nuevo gobierno no trascendió y, una semana después de la posesión de Santos, la idea de unidad se convirtió en una foto con claras implicaciones políticas. Los presidentes de los partidos, con excepción del Polo, el Verde y otros minoritarios, anunciaron con el nuevo mandatario los diez puntos programáticos que impulsarían en el ‘acuerdo de Unidad’. En ese momento las divisiones entre uribistas y antiuribistas dejaron de tener sentido, y las críticas a la invitación presidencial vinieron casi exclusivamente del sector oficialista del Polo Democrático. “La Unidad Nacional es un sofisma de distracción”, afirmó Clara López, presidenta del partido. Los diez puntos del acuerdo recogieron propuestas de diferentes sectores, que gravitan alrededor del empleo, la seguridad, la inclusión y el desarrollo económico y que pronto se volvieron proyectos de ley. Entre estos, un cambio al régimen de regalías, la Ley de Primer Empleo, un nuevo estatuto anticorrupción, la Ley de Tierras, las facultades para crear nuevos ministerios y la Ley de Víctimas. Una ambiciosa agenda de reformas que necesita fuerza parlamentaria, pero que ha demostrado que puede pisar callos y atentar contra intereses electorales o políticos específicos de algunos congresistas. La evaluación de este primer periodo de sesiones en el Congreso arroja un resultado positivo para la agenda santista. El ministro del Interior, Germán Vargas, mostró su habilidad política para capotear y superar las dificultades de su trámite en el Congreso, y los partidos de la Unidad, sumados a otros, como el Verde, garantizaron el avance de las iniciativas. Sin embargo, no todo ha sido tan fluido como se preveía. Paradójicamente la Unidad ha generado reacciones en ciertas colectividades que, como el Partido Conservador y La U, se acostumbraron al monopolio del poder programático y burocrático, pero que ahora tienen que compartirlo con los liberales y con Cambio. Las tensiones entre el uribismo y el antiuribismo dejaron de existir y les dieron vida a unas nuevas entre el uribismo radical y algunos de los temas de la pretendida Unidad Nacional. Así, con el paso de los días, sucedió lo impensable. A medida que Santos fortalecía su relación con todos los partidos del acuerdo y demostraba un nuevo estilo de gobierno y una propuesta ideológica de talante liberal y progresista, varios uribistas pura sangre comenzaron a hablar de la necesidad de proteger “la obra” del ex presidente. Un primer punto del distanciamiento uribista tuvo que ver con los primeros nombramientos que hizo Santos en su gabinete. A Álvaro Uribe y sus coequiperos les molestó profundamente que el nuevo mandatario nombrara a Germán Vargas, uno de los mayores opositores a la segunda reelección, como ministro del Interior. Así mismo, que Juan Carlos Echeverry y Juan Camilo Restrepo, dos pastranistas que criticaron aspectos de su gobierno, fueran al Ministerio de Hacienda y al Ministerio de Agricultura. “¿Será que en la cacareada Unidad Nacional caben todos menos los uribistas? Porque el antiuribismo biliar ya ingresó, con Juan Camilo Restrepo a la cabeza”, escribió en su columna de El Espectador Ernesto Yamhure, el alter ego del ex presidente Uribe en los medios. Desde ahí, hubo otros sucesos que generaron un malestar entre escuderos y congresistas cercanos a Uribe y que llevaron, incluso, a que el presidente de La U, el senador Juan Lozano, afirmara que su partido estaba comprometido con la agenda santista pero también con la defensa a ultranza de ‘la obra’ de su antecesor. La velocidad de los acercamientos entre Santos y Chávez, la ágil reconstrucción de las relaciones diplomáticas entre Colombia y Venezuela y el cambio de la terna para que la Corte Suprema eligiera Fiscal fueron tres sucesos que no le cayeron bien al ex presidente. En el plano legislativo también se hizo evidente el malestar de algunos sectores uribistas que apoyaron a Santos en campaña, con algunas políticas de la agenda santista. Es el caso de la Ley de Víctimas, que el propio Presidente radicó en el Congreso queriendo proyectar un mensaje prioritario. Aunque esta ley fue aprobada en su primera discusión en Senado y Cámara, entre los grandes contradictores y críticos que ha tenido se encuentran algunos parlamentarios matriculados en La U y en el Partido Conservador.  Así, por ejemplo, mientras Juan Lozano dice que su partido apoya incondicionalmente el proyecto, Lozano y Miguel Gómez lideraron la oposición frente a algunos temas como la reparación a las víctimas de agentes del Estado y adujeron que, con los costos fiscales que acarrea, este proyecto era una especie de “autogol” del gobierno. Los conservadores también tuvieron el mismo malestar frente al tema de víctimas, sumado al rechazo a elementos centrales de la ley de redistribución de la tierra que impulsará el gobierno el año entrante. Y es que ellos, además, se tuvieron que enfrentar a dos realidades: perder buena parte de los privilegios burocráticos que habían conquistado durante la era Uribe y asumir que, en el nuevo juego político, los liberales –sus históricos rivales–estaban ganando protagonismo al incluir en la agenda de gobierno temas de su iniciativa, como la Ley de Víctimas y la de Primer Empleo. “Todos quieren estar cerca de Santos. Ya no somos definitivos y tenemos que entender que entraron otros gallos a cantar”, dijo a SEMANA el senador conservador Hernán Andrade. Por si fuera poco, roces con Germán Vargas atizaron el malestar de los conservadores. En las toldas azules acusan al Ministro de haber atacado a su partido cuando, según los medios, a finales de noviembre culpó a los conservadores de las demoras en el trámite del Estatuto Anticorrupción. Esa tensión aumentó cuando Vargas Lleras dijo que su predecesor, el ministro conservador Fabio Valencia Cossio, había ejecutado una inmensa cantidad de contratos entre la noche del 6 de agosto y la mañana del 7, último día de gobierno. En ese episodio Valencia insinuó que Vargas estaba haciendo uso de una especie de “espejo retrovisor” para desacreditar el gobierno de Uribe. Y la misma reacción tuvieron varios parlamentarios cuando, a comienzos de diciembre, se filtró que algunos de ellos habrían sido beneficiados irregularmente con la administración de varios bienes de la Dirección Nacional de Estupefacientes. El presidente Santos atajó las tensiones. Convocó a los azules y los juntó con Vargas para recalcar la importancia de que su bancada aprobara los proyectos de Unidad Nacional. Lo mismo hizo cuando varios uribistas radicales en la Cámara trataron de hundir el proyecto de víctimas al declararse impedidos, sin aparentes razones legales, para votarlo. Y es que en este nuevo balance de fuerzas, los dos partidos que al final de la era Uribe estaban en la oposición, Cambio Radical y el liberalismo, han sido el gran soporte de la agenda legislativa. A ellos se suma el Partido Verde, el gran opositor de Santos en campaña, pero que ha votado favorablemente todas las iniciativas cruciales para el Ejecutivo. Este nuevo escenario político se debe a que, en el espectro ideológico, Santos se alejó de la orilla en la que estaba ubicado su antecesor, logrando una mayor identificación con el espíritu político de estas colectividades. Al ubicar su agenda en el centro, la oposición al santismo viene ahora de los dos extremos: por un lado, el de la derecha conservadora y del uribismo recalcitrante. Por otro, el de los sectores de izquierda, encabezados por el Polo Democrático. Por eso, por los celos internos que puede haber en la coalición con el peso político que han recuperado Cambio Radical y el Partido Liberal, es que el Presidente les pidió a los directores de ambos partidos prudencia en el momento de anunciar su unión parlamentaria. Él sabe que si quiere pasar a la historia como el gran reformador, tiene que garantizar una mínima solidez en su proyecto de Unidad Nacional. Y para eso necesita mostrar un equilibrio frente a las fuerzas que hacen parte de él y que, por cuenta de la polarización entre uribismo y antiuribismo, hace casi ocho años no habían podido convivir. La Unidad Nacional, que es la mayor fortaleza de Santos a la hora de gobernar, es aún frágil en un contexto en el cual las prebendas y las luchas por el poder burocrático se consolidaron como el motor fundamental de la política. Pero, por ahora, cuando la mayoría de proyectos de la agenda reformista están en trámite y con el 80 por ciento de popularidad a su favor, Santos todavía tiene la legitimidad y la fuerza para mantenerla. Y no hay mejor escenario que las elecciones locales del año entrante para medir qué tanto peso tiene el nuevo balance de fuerzas que generó su llegada a la Presidencia.