Voy a escribir un artículo muy personal, pero lo hago porque creo que es pertinente para una discusión pública que en este momento es más actual que nunca. Si la angustia de la familia de un secuestrado es saber si volverán a ver viva a la persona que quieren, y si la angustia de la familia de un desaparecido es definir de unavez si el desaparecido está vivo o muerto y dónde, la angustia que padecemos quienes hemos tenido un asesinato en la familia es poder saber sin asomo de dudas quién cometió el crimen. Algo monstruoso, y que produce grandes dificultades para seguir viviendo en la sociedad, es empezar a sospechar de mucha gente. De un momento a otro ni siquiera sabes si puedes seguir siendo amigo de tus amigos. A lo mejor sospechas de las personas más inocentes, que en tu cabeza, por algún razonamiento complicado, pasan a ser cómplices de los asesinos. Para poder condenar (y lo que es más importante: para poder perdonar), uno tiene que saber al menos con certeza quién fue el culpable. En 1987 mi padre, Héctor Abad Gómez, fue asesinado en una calle de Medellín por dos sicarios. En ese momento él era el presidente del Comité para la Defensa de los Derechos Humanos en Antioquia. Denunciaba los crímenes que se estaban cometiendo contra los activistas de la UP; había acusado de tortura y desaparición de personas a algunos militares en ejercicio. Participaba en marchas contra los escuadrones de la muerte. Había una lista, divulgada por estos mismos escuadrones, en la que estaba su nombre. En la economía del razonamiento que aconsejaba Occam, no es necesario multiplicar inútilmente las hipótesis. ¿Quiénes lo asesinaron? Los autores del crimen tuvieron que venir de la extrema derecha, los paramilitares, con asesoría o apoyo logístico de la inteligencia oficial. El gobierno acaba de empezar en Córdoba las negociaciones para disolver las AUC, con posibles leyes de indulto y amnistía, y devolver a sus integrantes a la vida civil. La primera reacción, visceral, podría ser: a los asesinos no se les pueden perdonar sus crímenes. Alguien que haya estado secuestrado y haya perdido su patrimonio y años de su vida por culpa de los guerrilleros tal vez podría sentir la misma reacción instintiva en caso de una amnistía a los secuestradores de las Farc. No es así, necesariamente, en nuestro caso. Por el bien de ideales más amplios y altos (la pacificación del país, la posibilidad de un futuro decente para los hijos), uno podría olvidarse de consideraciones de desquite, odio o incluso de estricta justicia. Sería posible no pedir una justicia total, en aras de algo que a la larga puede ser mejor. Es decir -y aquí hablo por mí-, uno podría no exigir ningún castigo de parte del Estado (cárcel, reparación moral), en caso de que este perdón oficial se conceda por un ideal superior: la paz y la armonía social en el país. Pero sí hay algo mínimo que las familias de las víctimas necesitamos, y es que todas las dudas se disipen: es decir, que el crimen, aunque no se castigue, al menos se reconozca públicamente. Carlos Castaño, en su libro Mi confesión, declara que en 1987 era el jefe de operaciones especiales en Medellín, con algún apoyo de parte del Ejército. En ese mismo libro confiesa haber matado a Pedro Luis Valencia (asesinado una semana antes que mi padre), a Luis Felipe Vélez (el mismo día y en el mismo sitio en el que fue asesinado mi padre) y a otros activistas de izquierda de la universidad, por cuyos crímenes mi padre protestó públicamente. Castaño no confiesa, sin embargo, que los paramilitares hayan planeado y ejecutado la muerte de Héctor Abad Gómez.Estando en la finca de un hacendado por la Costa, un allegado mío asistió a lo siguiente: era un 25 de agosto y por televisión apareció una imagen de mi padre porque se cumplían 10 años de su asesinato. Esta hacienda era custodiada por los paras, y los que estaban allí al ver las imágenes declararon que a ese HP era a uno de los primeros que habían ejecutado en Medellín, por comunista. Fue una declaración espontánea, que mi allegado registró en silencio. Y una prueba más para nosotros. Pero nunca, oficialmente, las AUC han reconocido este crimen. En nombre de la familia de una de las víctimas de los paramilitares, declaro lo siguiente: apoyamos el proceso de paz con las AUC, estamos de acuerdo con que se les concedan los indultos, perdones o amnistías necesarias para que abandonen sus actividades paramilitares. Sólo una cosa pedimos a cambio, y es lo mínimo: que confiesen públicamente sus crímenes. Sabiendo al menos con certeza que ellos fueron, nosotros podremos perdonar o al menos olvidar. No rumiar un rencor sin nombre. A cambio de esa simple, pero muy importante, declaración pública, estoy dispuesto a desearles a los paras lo que ellos no le permitieron tener a mi padre: una larga vejez, con sus nietos, y una muerte tranquila, en la cama; la única muerte que el ser humano acepta con resignación: la de morirnos de viejos.