La experiencia de México con el tratado de libre comercio de Norte América (Nafta) ofrece lecciones invaluables para Colombia y el resto de los países latinoamericanos que frenéticamente buscan participar en tratados similares. Con diez años de existencia, y luego de inspirar feroces disputas académicas y políticas al igual que una que otra rebelión armada, el tratado no ha sido en resumidas cuentas ni el redentor económico que proclamaban sus fanáticos ni tampoco el desastre que predecían sus detractores. En términos estrictamente económicos, el objetivo primordial del tratado fue reducir las tarifas arancelarias para aumentar el comercio y la inversión entre los países partícipes. En el caso mexicano, este objetivo se cumplió a cabalidad. En 1994, las exportaciones de México igualaban las del resto de América Latina. Hoy en día, México exporta el doble que la suma de los países de la región. Las exportaciones aztecas a sus vecinos del norte se incrementaron casi 250 por ciento en esta última década. De manera similar, el comportamiento de la inversión extranjera directa ha sido envidiable. Durante los 10 años anteriores a la firma del acuerdo, México recibió en promedio 3,5 millardos de dólares al año en inversión. Hoy en día, la inversión promedia los 13.000 millones de dólares anuales, lo que ha convertido al país en el mayor recipiente de capital foráneo de la región. Sin embargo, esta evolución asombrosa del comercio y la inversión internacional aún no ha dado frutos en el ámbito del desarrollo económico de México. Durante su existencia, el Nafta no ha fomentado la creación neta de empleos, y los salarios mexicanos siguen siendo en términos reales los mismos de hace una década. Noventa por ciento de la inversión atraída durante los últimos diez años se ha concentrado exclusivamente en cuatro estados, de los cuales tres lindan con los Estados Unidos y se caracterizan por ser los que alojan a las empresas maquiladoras. Estos estados han crecido diez veces más rápido que el resto del país y han sabido atraer a los trabajadores del sur que buscan una manera de participar en el auge del libre comercio. En resumidas cuentas, la desigualdad de ingreso en México siguió creciendo a tasas alarmantes. Pero el Nafta, en sí mismo, no es el culpable de la falta de desarrollo en México. Los tratados no son un fin económico como tal, sino una herramienta para lograr crecimiento. Poder canalizar estos beneficios comerciales hacia un desarrollo económico heterogéneo implica distintas variables que México ha ignorado casi por completo. Bajo esta perspectiva, el que falló fue el gobierno de México, no el Nafta. El libre comercio fomenta la competitividad y, en algunas ocasiones, la productividad; pero, para lograr tasas de desarrollo sustanciales, se requiere de la creación de capital humano a través de la educación y la salud, junto con una inversión en infraestructura y tecnología. Sin un énfasis claro en educación, se desperdicia parte del esfuerzo puesto en transitar por un tratado de libre comercio. El adiestramiento constante de la mano de obra es el factor esencial que le permite a un país absorber la experiencia y los beneficios del libre comercio para luego mejorar su competitividad a escala mundial.De no ser así, el libre comercio simplemente convierte a los países en vías de desarrollo en los proveedores mundiales de trabajo barato. La falta de políticas de desarrollo de capital humano hace que México se vea ahora compitiendo con China e India para ofrecer la mano de obra más barata a escala mundial. No sólo es una batalla imposible de ganar para los mexicanos, sino que tampoco es una batalla que se quiera ganar jamás. Los países que basan su crecimiento en su habilidad para lograr ser reconocidos como plataformas de trabajo abaratado están en últimas destinados a la pobreza. Luego de diez años de Nafta, los trabajadores mexicanos deberían compararse, bajo supuestas políticas de capacitación y educación, con trabajadores de economías medianamente desarrolladas y no con los de China, que son los trabajadores más baratos del mundo. Curiosamente hace una década, justo cuando se debatía álgidamente acerca de la pertinencia de firmar el Nafta, los economistas mexicanos utilizaban el caso de la Unión Europea con la intención de aprender del pasado y prever el futuro. Hubo énfasis en el análisis minucioso de cómo las naciones industrializadas europeas recibirían a las economías menos industrializadas, como España y Grecia. Finalmente, ambos países fueron recibidos en la comunidad bajo las mismas condiciones e incentivos que todos los demás, aunque existía una notoria diferencia entre la superior calidad educativa de la mano de obra española con respecto a la griega. Rápidamente, España aprovechó el acceso preferencial a la comunidad europea para fortalecer su estructura productiva, mejorando su infraestructura y su capital humano, mientras que los griegos siguieron posesionándose bajo la ventaja competitiva de tener la mano de obra abaratada de Europa. Hoy, España se ha convertido en el nuevo milagro económico mundial y Grecia, por su parte, sigue esencialmente en las mismas condiciones de hace veinte años, tímidamente ofreciendo sus abaratados trabajadores.Para desgracia de los mexicanos, la década bajo el Nafta los ha encaminado a ser la Grecia de Norteamérica. Colombia está a punto de coger carretera. En el mapa existe la posibilidad de tomar la ruta de convertirse en la España de América del Sur, al acompañar las iniciativas de libre comercio con políticas que fomenten el capital humano al igual que inversiones en infraestructura. La otra alternativa es seguir dando vueltas en la rotonda de ser la Grecia del continente.*Vicepresidente de Zemi Communications, Nueva York