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Avelina Lésper. Crédito: Aldo Hinojosa.

Polémica

Avelina Lésper en tres actos (y en primera persona)

A raíz de la visita a Colombia de la polemista mexicana Avelina Lésper y de su conferencia en la Feria del Libro, Halim Badawi aprovecha para contar, de primera mano, su experiencia.

Halim Badawi*
6 de mayo de 2016

Primer acto: avelinos, lesperianos y avelievers.

A principios de febrero, contra todos mis pronósticos estéticos, contra las sugerencias de mis amigos e intentando sepultar cualquier prejuicio de mi parte, decidí comprar el libro El fraude del arte contemporáneo (El Malpensante, 2015), publicado por la polemista mexicana Avelina Lésper. Utilizo la palabra “polemista” porque, el diccionario de la RAE la define como “escritor que sostiene polémicas”, como ya sabemos que ocurre recurrentemente con la mexicana. Polemistas los hay de muchos tipos: grandes como Eco, y otros más pequeños que viven del escándalo y el insulto.

En términos generales, eso que llaman “el fraude del arte contemporáneo” es un tema que me resulta de gran interés: hace algunos años escribí el texto que inauguró la discusión sobre el mercado especulativo del artista colombiano Óscar Murillo (un texto titulado sugestivamente con el nombre Business is Business), cosa que luego vinimos a corroborar al conocer las andanzas de su marchante, el señor Stefan Simchowitz. Valga recordar que, en aquel momento, me llovieron rayos, centellas y los habituales señalamientos de “apátrida” y de sentir “poco amor por Colombia”. Este texto se suma al centenar de textos sobre arte que he publicado durante la última década.

La especulación es un fenómeno que me ha interesado analizar, porque ha tensionado los modos de producción artística desde la antigua Roma (no hay que olvidar la existencia de un mercado especulativo en torno al arte griego entre la aristocracia romana), hasta el arte moderno y contemporáneo. La especulación no es un fenómeno inherente a la contemporaneidad, como plantea nuestra polemista en su libro y en su discurso.

En la última Arcadia decidí publicar un breve análisis del libro de Lésper, sentando mi posición y dejando claro que no podemos emplear ciertos casos específicos de especulación o pereza artística para invalidar al sistema del arte contemporáneo en su conjunto, siendo que, dentro de lo contemporáneo (o más específicamente dentro de los lenguajes enraizados en Marcel Duchamp, que tanto odia nuestra polemista) podemos encontrar cosas bastante interesantes, por lo menos si eres un investigador serio o si te tomas el trabajo de buscar lo significativo. No podemos afirmar, de forma maniquea, que todo es malo o que todo es bueno. El mundo, la realidad y la vida están llenos de matices; no todo es en blanco y negro.

Sin embargo, por desgracia, la discusión crítica que esperaba generar nunca llegó. Al día siguiente, recibí un correo anónimo con el siguiente mensaje, de una dulzura suprema: “cállese la geta [sic] hijueputa maricón, no se busque una muerte pendeja gonorrea”, además de otro que dice: “bobo hijueputa, Ciudad Juárez está con Avelina”. Estos dos mensajes fueron seguidos de una barahúnda de insultos en redes sociales, que en un esfuerzo de síntesis resumiré en: “idiota”, “imbécil”, “bolardo”, “pusilánime”, “cobarde”, “petulante”, entre otros. Los comentarios más blandos invitaban a callar, a clausurar cualquier discusión; o volteaban la torta al señalar que yo caía en los mismos vicios de Avelina al criticar su libro; o que mi texto tenía supuestos problemas de forma, obviamente para desacreditar el fondo.

Los avelinos, lesperianos o avelievers se habían pronunciado. Irónicamente, con estos apodos son conocidos, en México y Colombia, algunos de los seguidores más furibundos de Lésper. Estos motes, que parecen sacados de alguna secta apocalíptica de un pueblo remoto de Alabama, parecían haber invadido momentáneamente la discusión crítica en Latinoamérica, una región necesitada de figuras mesiánicas, figuras que deberán decirnos lo que necesitamos escuchar. La fe en “el dogma del arte contemporáneo”, que tanto ataca Lésper en su libro, parecía transformarse en la “fe en los dogmas de Avelina”.

En este proceso cabe la autocrítica: si hay algo que pone en evidencia la existencia de un personaje como Lésper (con la aprobación social de sus ideas incubadas en el fascismo y con su talante sectario), es que una gran parte de las personas que hemos trabajado en el sector artístico (como artistas, investigadores, críticos, curadores, coleccionistas o galeristas), frecuentemente hemos decidido dejarnos de comunicar con la sociedad en que vivimos para recluirnos en nuestros encuentros académicos; dedicarnos a escribir libros ininteligibles, a publicar exclusivamente en revistas indexadas de circulación académica, alejadas de la gente; a dictar conferencias en espacios endogámicos reservados para algunas minorías letradas. Como Uróboros, la serpiente que muerde su cola.

Mientras tanto, ese espacio social que dejamos vacante, pasa a llenarse con personas como Lésper, que parecen dar voz a esas masas marginadas de las dinámicas, algunas veces elitistas, otras veces ininteligibles, del sistema del arte contemporáneo; una voz fácil y directa. Y también cabe la moraleja: nuestro reto está en comunicar, en romper las murallas levantadas por el lenguaje académico, esa muralla que asusta y espanta; el reto está en actuar como facilitadores, como interlocutores para quienes tengan interés (no todas las personas están obligadas a "saber" de arte), mediante la pedagogía y el trabajo colectivo. Esto, si no queremos perder los espacios sociales recorridos y ganados, si no queremos que el campo cultural termine poniéndose a tono con las dinámicas autoritarias de ciertos sectores de la política latinoamericana, sectores que a la postre podrían cooptar cualquier brote de arte crítico.

Segundo acto: Lésper en la Feria del Libro.

El tiempo pasó. Más allá de los insultos, me quedé esperando un verdadero contrapunteo crítico. Las amenazas y defensas a ultranza, siempre elaboradas en un lenguaje pobre y fallido, parecen demostrar una incapacidad estructural para argumentar, para sostener el diálogo; una incapacidad que se transforma en violencia. Nada extraño en un país que se mata todos los días. En nuestro continente, parece que hasta el ejercicio de la crítica de arte necesita de la afiliación al Sistema de Riesgos Profesionales.

Todo lo anterior no resulta insólito si analizamos el tipo de discurso impulsado por nuestra polemista mexicana. Entre otros argumentos ad hominem, en su libro, Lésper se refiere peyorativamente a la obra de la artista francesa Orlan como "patológicas acciones", y la señala, en su persona, como “enferma”. Así, simple y llanamente.

A Lésper, el arte que le molesta lo vuelve patología, una posición no muy diferente a la del periodista, “crítico” y político conservador Laureano Gómez (mencionado en mi anterior texto), cuando señaló al artista Ignacio Gómez Jaramillo, en 1945, como "el pintor del arte patológico", un pintor "que deshace, corrompe y destruye el organismo humano". Lo anterior, valga repetirlo, en sintonía con las ideas nacionalsocialistas sobre el arte degenerado, este último, con su nostalgia por “el buen oficio” y con su patologización de cualquier propuesta artística que no quepa en su corsé estético y político estratégicamente preconcebido.

En la versión del arte degenerado de Lésper entran todas las formas de grafiti, sin excepción alguna, a rajatabla, mediante juicio sumario, así sean propuestas artísticas brillantes y que interpelen críticamente nuestro presente. Según ella, el grafiti es “ese gran cómplice de la demagogia”, y todos los grafiteros deberían irse a estudiar pintura al fresco, así, como en el Renacimiento, cuando se utilizaba la técnica del fresco para pintar iglesias, según las exigencias del obispo de turno. Además, según Lésper, “las obras en las que el tema es el propio artista, no son arte”, en esto, deberíamos buscar una tabla ouija para preguntarle su opinión a Rembrandt, Van Gogh o Kahlo, con sus brillantes autorretratos, en los que indudablemente “el tema es el propio artista”.

Lésper prosigue afirmando que “lo que es una réplica literal de la realidad, no es arte”, en lo que cabría preguntarnos si en el arte es posible hacer “réplicas literales”, o si todo arte está mediado, en últimas, por el cuerpo del artista, por sus ojos, su cerebro y sus manos, un cuerpo atravesado por diversas formaciones, intereses, trayectorias y preconceptos, que inevitablemente terminan transformando, de una u otra forma, aquello que entendemos como “realidad”.

Lésper prosigue: “lo que fuera del contexto de la galería o del museo pierde su valor como arte, no es arte”. Aquí, habría que preguntarnos qué tanto de lo que consideramos “arte”, lo consideramos así porque lo determinó la institución “museo”. En esta línea, ¿la pintura barroca es arte? ¿La pintura barroca, acaso, no estaba destinada originalmente para las iglesias y las casas de los coleccionistas, no para los museos? En este sentido, ¿qué tanto aportó la institución “museo” (consolidada apenas a finales del siglo XVIII), a valorar como “arte” aquellas piezas que por algunos llegaron a ser consideradas meramente “religiosas”, “devocionales” o “piadosas”? Igualmente, ¿el arte de los egipcios, los asirios y los pueblos prehispánicos americanos podemos considerarlo “arte”? ¿O es una construcción museológica (y en últimas cultural) que estas obras las consideremos como piezas artísticas? ¿Los objetos etnográficos de los pueblos africanos y oceánicos, que en las salas de la Galería Beyeler están al lado de las obras de Picasso y Braque, podemos considerarlos “arte”? ¿O solamente piezas rituales de los pueblos allende los mares? ¿O estos objetos los consideramos arte porque el consenso entre museos, artistas y críticos determinó que encarnan una serie de valores que podemos considerar “artísticos”, más allá de nuestros prejuicios? No será sesgada Lésper cuando afirma: “el arte daba valor al museo, ahora es el museo lo que da valor al arte”. Más bien, ¿no será un diálogo permanente, en doble vía?

A pesar que Lésper nos repitió, hasta la náusea, que en las escuelas de arte ya no se enseña pintura, paradójicamente, hace dos días fui a una clase de Lucas Ospina, en la Escuela de Arte de la Universidad de los Andes. El invitado central era uno de los maestros de la pintura contemporánea en Colombia: Santiago Cárdenas. Los estudiantes asistieron maravillados, el diálogo fue permanente y sereno, como su pintura, sin insultos; sólo discusión plástica, histórica y crítica. Durante dos horas, el maestro Cárdenas nos entregó una lección magistral sobre su vigencia en el mundo contemporáneo.

*

En su monólogo en la Feria del Libro, Lésper repite la estratagema de la “enfermedad” para descalificar, ahora, a todo el arte contemporáneo. Ante una pregunta del público, Lésper espetó: “lo que tú acabas de decir es la enfermedad del arte contemporáneo: que el arte contemporáneo sea un movimiento social”. Más allá de esta respuesta, ¿será que existe algún discurso crítico razonable en esta simplificación de los problemas de “lo contemporáneo” a una mera patologización clínica? ¿Será que existe alguna posibilidad de diálogo cuando Lésper, en la tribuna, desvía las respuestas sobre las preguntas que le resultan molestas? ¿Existe alguna posibilidad de conversar cuando Lésper, al final del evento, interrumpe a Lucas Ospina (quien iba a tomar la palabra) y da por cerrado el encuentro? Existe alguna posibilidad de conversar, cuando Lésper, sin conocerme, me califica con una serie de afirmaciones del estilo: “el señor Badawi seguramente tiene muchos tiempos de ocio […]”, “el señor Badawi no es vidente” o “El señor Badawi, o como se llame, es demasiado pretencioso”.

A pesar de fungir como crítica de arte, Lésper no lee las críticas que hacen sobre ella. ¿Cómo un crítico no va a recibir retroalimentación de sus lectores o de sus propios críticos? Según ella, no lee las críticas porque tiene “muchísimas cosas que hacer”. Afirma: “[La crítica] es una cosa que simplemente no me interesa, no estoy para eso, no estoy para leer ese tipo de cosas, porque todo pensamiento incómodo va a generar reacciones incomodas, yo sé que soy un ser incomodo”. En otras palabras, una crítica que no lee crítica. Y al final, con un gesto de contradictoria autoconsciencia, afirma: “nadie necesita a los críticos”.

Tercer acto: La confrontación entre dos tradiciones críticas.

En Colombia, ha tomado muchísimo tiempo y esfuerzo construir una sensibilidad moderna, y más recientemente, una sensibilidad contemporánea. Entre 1904 y 1905, los intelectuales colombianos Baldomero Sanín Cano, Ricardo Hinestrosa Daza, Max Grillo y Rafael Duque Uribe, sostuvieron un arduo debate (publicado en la revista Contemporánea de Bogotá) para determinar si aquellos manchones y colores “antinaturales” en las pinturas de Andrés de Santa María, con sus caballos violáceos y rostros de pinceladas trepidantes, podíamos considerarlos "arte".

En aquel momento, Duque Uribe se separó del juicio superficial predominante en la conservadora escena bogotana, al complejizar la discusión, cuando afirmó: “los modos empleados por el pintor [Santa María] para dar el colorido, resultan antinaturales si se tiene la candidez de mirar los cuadros a una distancia en que las tintas se perciben aisladas; pero si el que mira se coloca a una distancia conveniente para abarcar el cuadro y al mismo tiempo no perder los detalles, todo resulta natural y armónico”.

Tal vez sin darse cuenta, Duque Uribe había dado un gran paso para la crítica de arte en Colombia, al defender el impresionismo (que entonces tenía casi tres décadas de trayectoria en Europa, pero que en Colombia apenas empezaba a ser discutido) mediante un juicio que trascendiera el predominante “lo que ves es lo que hay”, superando el trastabillado problema de la “verdad” en la obra de arte, o del artista como seguidor del gusto predominante y no como constructor de nuevas sensibilidades.

A partir de ahí, nuestra crítica fue profundizando precisamente en lo que no vemos, o al menos en lo que no resulta tan evidente, en lo que necesita ser develado para hacer refulgir el sentido, el valor, el significado y el disfrute pleno de la obra de arte; incluso, una crítica que excede el plano del lienzo y empieza a involucrarse en temas decisivos como el mercado, las modas, el coleccionismo, la circulación o la relación de las obras con las instituciones culturales; fenómenos que inevitablemente determinan la creación artística.

Desde 1904 hasta hoy, hemos atravesado 112 años de crítica. Fue un siglo de intensos debates en prensa, libros, universidades y televisión, propulsados por las mentes lúcidas de Marta Traba (quien, a pesar de todo, generó una transformación de la sensibilidad local), Clemente Airó, Walter Engel, Eugenio Barney-Cabrera, Germán Rubiano Caballero, Álvaro Medina, Beatriz González y Carmen María Jaramillo, quienes nos ayudaron a dilucidar y proyectar socialmente las diversas aristas de lo que implicaba una "sensibilidad moderna".

Luego, desde la década de 1980, Carolina Ponce de León, José Hernán Aguilar, José Roca (a través de Columna de Arena), Esfera Pública (dirigida por Jaime Iregui), Jaime Cerón y Lucas Ospina, publicaron persistentemente en revistas, libros e Internet, curaron exposiciones y transformaron el panorama institucional del país, logrando consolidar una escena contemporánea potente, crítica y de alcance global, coadyuvando el proceso de profesionalización del campo del arte, un campo que logró trascender las viejas discusiones afincadas en el gusto socialmente predominante.

Pero, repentinamente, en un acto radicalmente irreflexivo, alguien decide enviar al país por los senderos del apocalipsis zombi, retrotrayendo las discusiones que con tanto esfuerzo y tenacidad se construyeron durante el último siglo, a un estado absolutamente premoderno. En estas últimas semanas, hemos viajado más allá de Sanín Cano e Hinestrosa Daza, al punto de parecernos hoy, ellos, referentes de vanguardia. En medio de estas discusiones recientes, la pintura de finales del XIX nos parece de un futuro lejano, aún incomprensible. Esta querella ha sido protagonizada por Lésper, invitada a Colombia por Andrés Hoyos, director de la revista El Malpensante, para un conversatorio en la Feria del Libro y para un ciclo de conferencias en una galería del norte de Bogotá.

Repentinamente, estamos hablando sobre si los autorretratos podemos considerarlos "arte", sobre si es relevante hablar de la historia social y religiosa de la Capilla Sixtina, y sobre si aquellas producciones que exceden la pintura de caballete, realista y habilidosa, son "artísticas". Hemos presenciado los intentos más irreflexivos, más reaccionarios, del aparato conservador (que actualmente cuenta con numerosos adeptos en el sistema político latinoamericano) por cooptar uno de los pocos territorios relativa e imperfectamente libres que aún nos queda; un aparato que busca desandar los caminos recorridos y reinstalar el arte en los territorios más complacientes y acríticos de un pasado perfecto imaginario; destruir la capacidad auténtica de imaginar, de experimentar y equivocarnos; desarmar el arte de cualquier pugnacidad o criticidad que pudiera cuestionar cualquier orden estético, cultural o político convenientemente preestablecido. Nadie dice que las tradiciones artísticas sean inquebrantables, lo que se dice es que cualquier cuestionamiento a una tradición tan brillante y largamente construida, debe ser inteligente, debe hacerse con altura, debe mostrarnos nuevos horizontes de sentido, nuevos caminos por transitar.

¿Alcanzan a vislumbrar lo que está en juego?

*Crítico de arte