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En la esquina, Reinaldo Arenas, a su izquierda un hombre con boina y, a la izquierda de este, Dora Ramírez. Foto: Archivo particular Rubén Vélez.

Homenaje

"Cada alma con su vuelo", un adiós a Dora Ramírez

La artista antioqueña falleció el jueves Santo en Medellín. El baile y los colores caracterizaron su obra que llegó hasta Estados Unidos y Francia. Su amigo, el escritor Rubén Vélez, recuerda un viaje con Ramírez a Nueva York y los talleres de literatura con el cubano Reinaldo Arenas a los que asistieron juntos.

Rubén Vélez
14 de abril de 2016

En 1982, mi principal obsesión se llamaba Nueva York, y como sabía que también Dora Ramírez quería pasar una temporada en la ciudad de “los montes de cemento”, le hablé de esa manía, y ella me habló de un apartamento en el Bowery que le había acabado de ofrecer el pintor John Grillo. Poco después, nos vimos en el corazón de un barrio neoyorquino que entonces no recomendaban las agencias de viajes. Grillo supuso que yo era el gigoló de la señora que viajaba con una maleta menos pesada que la mía. Ella soltó una risotada, y el presunto prostituto dijo que acompañaba a una madre que tenía la misma edad y el mismo catolicismo que la suya, y cuya diferencia de fondo era su apariencia: la madre prestada se vestía de hippie, y la propia, de manera convencional.


Tango de John Grillo (1917-2014)

Lo bueno de tener la fama de artista es que a uno le inventan una vida intensa, interesante (¿qué querrá decir ya la palabra interesante? Es una de las más manoseadas en la red). En Medellín, mucha gente pensaba que Dora Ramírez tiraba a sinvergüenza. Esa reputación, de “muchacha casi guayaquilera” no la mortificaba. Todo lo contrario.  

“Rubencito, qué mal me conocen, y ojalá sigan así de ciegos…”

Ella no salía de noche. El otro falso bohemio, sí. Ya le había cogido gusto a ciertos antros, y los de Greenwich Village me quedaban cerca. Para matar las tardes, nos matriculamos en el taller de literatura que dirigía Reinaldo Arenas. Dora fue la alumna más desaplicada: ni siquiera tomaba nota. En vez de leer sus trabajos, hablaba de lo que se le venía a la cabeza. Sin literatura. Sin rebuscamientos. Hablaba de cómo y por qué “se había metido a artista después de vieja”. De los colores que le caían bien y de los que no. De lo que se debe comer y las ideas que hay que alimentar para llegar erguidos y de buen carácter a los cien años. De lo que le gustaba y le disgustaba de Colombia (ella, señora bien al fin y al cabo, tiraba a la derecha. Era una artista con sentido común).

El exiliado cubano que no se hallaba en Nueva York y sufría de “castrofobia” (¡y con razón!), la animaba a “pasar en limpio la singular novela de su vida”. Pero lo de Dora no era la escritura, y nunca lo fue. ¿Qué lo fue lo de Dora a ciencia cierta? ¿El tango? “Cada alma con su vuelo”, decía ella, para justificar su desaplicación. Un profesor anglosajón la habría llamado al orden.

Reinaldo Arenas no iba de pavo real por la vida, como hacen nuestros grandes escritores del momento (grandes escritores que todavía no han escrito una gran obra: la generación del bluff).  Iba de pajarita. Como dicen los españoles, tan malhablados ellos, hacía lo que le salía del coño, lo que le nacía hacer. Para una pajarita es más importante un buen revolcón que el revuelo de la crítica. La gloria puede esperar; el cielo, no. El escritor ya consagrado que no hacía el papelón de personaje, de príncipe de las letras, nos previno en contra de los escritores que se creen la sal del mundo: son lo que secretan más aguachirle. Y también, en contra de la aberración del perfeccionismo. “Me quedo con los sietemesinos. Las momias son para los museos”. No había ninguna diferencia entre el Reinaldo que no sentaba cátedra en su escuela, y el que frecuentaba un cabaret de travestis cubanos llamado La Escuelita. En ambos escenarios ironizaba sobre sí mismo y sus palabras y sus manos bailaban de igual manera. Era un marielito que no recluía a su Mariela en el armario. En la versión cinematográfica de Antes que anochezca, Javier Bardem, toro ibérico, no hizo bien el papel de criatura volátil. Es mucho lo que tiene que lidiar un macho de lidia para que le salgan plumas convincentes.  


Dora Ramírez conversa con un desconocido en el Restaurante-Galería Finale, 1979

Dora era, ante todo, una buena madre, y se le ocurrió visitar a su hija Lina, “La científica de la casa”, y me le pegué, y cambiamos a Nueva York por Maguncia. Quería que se me pegara algo de su manera de ser. Ella no se ofuscaba. Ella no se deprimía. Y dormía, a los cincuenta y nueve años, como un recién nacido. Daba la impresión de que carecía de demonios.

¿Se puede ser artista sin demonios? ¿Era Dora una mera fabricante de cromos chillones? En la Documenta de Kassel y en la Bienal de Venecia, ante unas obras que respiraban desasosiego y desgarro, me permití pensar en voz alta. Dora, evoluciona Dora, deja de embaucarte y embaucarnos con tus bonituras a todo color. Ella se reía. ¿De qué no se reía la madre Dora Ramírez? Me sorprendía que un artista de un país endemoniado  tuviera un genio tan parejo, tan plácido. Tan… de otra parte. Nadie, en mi entorno, era así. A mi lápiz, compañero de viaje inevitable y a menudo pesado, tanto budismo  le parecía sospechoso. “Debe de tomarse una pastilla rara a escondidas”. La gran obra de arte de la mujer que le tenía miedo a los ascensores fue ella misma: su manera de vivir. De la cual, ay, no se me pegó nada.

Medellín, marzo 28 de 2016