En un cierto momento del documental El Sendero de la Anaconda, de Alessandro Angulo, los antropólogos Wade Davis y Martin von Hildebrand muestran a los indígenas de la comunidad de Nueva Providencia, en el Amazonas colombiano, un libro con las fotografías de Richard Evan Shultes, el etnobotánico norteamericano que en la década de los cuarenta del siglo pasado recolectaría en la región cerca de 30.000 especímenes, de los cuales 300 eran especies hasta entonces desconocidas por la ciencia. Davis señala que en las imágenes puede verse cómo el destacado investigador había adoptado el uso del mambe, la hoja de coca tostada y molida que consumen regularmente los indígenas de esta zona. La escena termina con un comentario en tono de broma de alguien de la comunidad: Shultes era un “mambeólogo”.  El asunto parece irrelevante. Sin embargo, desde cierto punto de vista revela un aspecto central de lo que precisamente se escapa del foco de esta producción: el hecho de que los indígenas conocen bien los matices de la histórica relación que han construido con Occidente. Y aunque en el documental no resulta para nada evidente que alguien de Nueva Providencia recuerde el paso de Shultes por el Amazonas, entre él y los antropólogos que evocan su viaje por el Sendero de la Anaconda, muchos investigadores han pasado por estas tierras. Wade Davis, el aventurero en la era TED Así, el comentario centrado en el hecho de que Shultes llegó a ser un experto en el tema del mambe, revela hasta qué punto los indígenas han llegado a comprender la manera en que el paso de estos viajeros y científicos por sus territorios está marcado por la obsesión de entender, clasificar y, en algunos casos, explotar a sangre y fuego (literalmente) sus conocimientos y sus recursos. No hay que olvidar, como de hecho lo señala el documental, que en un principio la expedición de Shultes por el Amazonas estuvo motivada por el interés comercial de encontrar un espécimen del árbol del caucho resistente a las plagas que permitiera quebrar el monopolio asiático de este cultivo.

La eficacia de este comentario banal para entender cómo nos ven y, por tanto, desde dónde se relacionan con nosotros, se contrapone con las pocas escenas en las que en realidad podemos escuchar a los indígenas durante el documental, que en general son los momentos para las grandes declaraciones políticas (“los blancos han explotado nuestros recursos de manera inconsciente”), pero que luego deben ser complementadas y traducidas por el antropólogo, con el fin de comprender las implicaciones culturales de lo que ellos están hablando.  Con esto quiero señalar que en El Sendero de la Anaconda hay una cierta manera de fragmentar a los sujetos, que en realidad deberían ser los protagonistas del documental, que va de la mano de la necesidad de que alguien más nos traduzca lo que ellos nos quieren transmitir. En el documental parecería que la vida de las comunidades indígenas se limita a sus bailes rituales (que en realidad son practicados en ocasiones muy especiales) o a las grandes reuniones políticas. Por esta vía, nos perdemos del acontecer cotidiano de las comunidades, de la vida simple de cada día sin la cual nos cuesta acercarnos a ellos. Y es que no llegamos a oírlos porque es otro quien (nos) los narra. No oímos los sonidos de su mundo, de la selva (eclipsada por la banda sonora que nos recuerda a cada momento que el viaje de los dos antropólogos es una gesta heroica mediada por la nostalgia de la exploración de mundos desconocidos), no oímos sus lenguas tradicionales, perdidas en la doble traducción a la que constantemente nos enfrentamos durante el documental: de su lengua cotidiana al español, y de ahí a la traducción de Davis (que en inglés debe ser nuevamente traducida al español) quien nos explica el mensaje último que nos quieren entregar. Esta mediación, que irremediablemente nos aleja del otro, nos impide reconocer a los pueblos indígenas (y no solo apreciarlos en su diferencia) y su agencia histórica en el marco de relación que han establecido con Occidente para preservar y recrear una serie conocimientos indispensables para la conservación de la selva y la supervivencia del planeta. Por eso no sorprende del todo que en el documental se evoque el rol único y determinante de Virgilio Barco y de Martin von Hildebrand en la creación del resguardo Predio Putumayo, un evento que sin duda constituyó una gran conquista para los pueblos de la región, pero en cuyo proceso desempeñaron también un papel definitivo las organizaciones y líderes indígenas. Eclipsada la agencia de las comunidades en la estructura narrativa del documental, nos queda la selva como no lugar para, finalmente, en las palabras no exentas de franqueza de su director, intentar “reforzar nuestra colombianidad en un relato de nuestra riqueza ecológica”. Porque en últimas, y muy a pesar de las destacadas trayectorias profesionales de Davis y Von Hildebrand, El Sendero de la Anaconda no logra ese momento de gracia, poderosamente expresado por el primero al evocar la venia sutil que el gran fotógrafo que era Shultes debía realizar ante los sujetos para tomar los retratos indígenas en su ya clásica cámara Rolleiflex. La poderosa metáfora de observarlos desde otro lugar, de abajo hacia arriba, se pierde irremediablemente en los excesivos planos aéreos del documental y de esta forma su mensaje, más allá del clásico llamado a preservar el Amazonas, se disipa lentamente al salir de sala como la niebla que cubre la selva en las primeras horas de la mañana. Ida y regreso: Humboldt y el cine