Vladimir Putin, presidente de Rusia, acompañado de Gianni Infantino, presidente de la Fifa. | Foto: Maxim Shimpekov / AFP

POLÍTICA

“No miren al palco, miren a la tribuna”

Les dijo Menotti a sus jugadores en el Mundial de Argentina en 1978. Su orden recuerda la oscura relación que hay entre fútbol y política. Putin nos espera en Rusia.

2 de junio de 2018

Si alguien tiene claros los dividendos del Mundial en términos de imagen y gobernabilidad es Vladimir Putin. En pocos meses, el presidente ruso ha pasado de ser un apasionado por el hockey sobre hielo (el deporte rey de esa nación), el judo y el tiro, a hincha, e incluso practicante del fútbol. Al fin y al cabo para él, como para la mayoría de los gobernantes de países que han organizado este torneo, la copa del mundo es un desafío y una oportunidad para afianzar y potenciar su protagonismo en su país y más allá de sus fronteras.

Por eso, si todo sale bien entre el 14 de junio y el 16 de julio, el presidente logrará su propósito: decirle al mundo que en Rusia el orden y el progreso van de la mano. Así lo podrán contar, al regresar a sus países, los aficionados que llegarán al Mundial (el número se acerca al millón). Este hombre, al que el 76 por ciento de sus ciudadanos le acaban de dar el voto de confianza para que se quede en el poder hasta 2024, está dispuesto a mostrar que Rusia es una potencia. Él no es el único. Todos los gobernantes, desde el inicio de los mundiales en Uruguay, más que invitados al palco son protagonistas de primer orden.

En 1930, mientras Estados Unidos y Europa sufrían la depresión económica de 1929, Montevideo se dio el lujo de inaugurar su majestuoso estadio Centenario, mientras los Chevrolet y los Ford se paseaban por docenas en sus calles y el presidente Juan Campisteguy hablaba en francés a los delegados de los países y a la prensa. Uruguay ganó el título y, aparte, hizo noticia por su bienestar y prosperidad.

Cuatro años después, en Roma, Benito Mussolini protagonizó el torneo y los funcionarios del régimen, junto a la selección italiana, hicieron del saludo fascista una costumbre. Con ese ambiente de guerra le ganaron en el alargue, previa ayuda arbitral, el partido final a Checoslovaquia con los gritos de “¡Forza Italia!” y “¡Duce!, ¡Duce!”.

El ‘Maracanazo’, por el cual Uruguay derrotó a Brasil en su propia cancha, dio un golpe anímico tan fuerte al gigante que sus ciudadanos terminaron inclinando la balanza en favor del regreso de Getulio Vargas al poder, en las elecciones de 1950 (fue su cuarto periodo presidencial).

Tras Suiza en 1954, sede de la copa como premio a su neutralidad en la Segunda Guerra Mundial, y Suecia en 1958, cuando la victoria de los locales sobre Alemania Occidental tuvo más que una connotación deportiva, vino Chile en 1962. Los europeos no entendían cómo un país ‘pobre’ conseguía ese honor, y los vecinos del sur decían “como nada tenemos, todo lo haremos”. Y así fue.

Inglaterra realizó el de1966 con sus ínfulas por haber inventado el juego y con la nostalgia de un imperio en decadencia. Por eso ganó el campeonato a toda costa, a pesar de las dudas que dejó el gol de Peter Hurst al marcar el 3 a 2 en la final contra Alemania Occidental en el legendario estadio de Wembley. No quedó claro si traspasó la línea de gol, pero igual ganó.  

En 1970, México aprovechó la inolvidable selección de Brasil, con Pelé al mando, para que el PRI apagara los reparos por la matanza de estudiantes en la plaza de Tlatelolco, en los días previos a las Olimpiadas del 68. En Alemania 1974, la victoria de la selección del este sobre la del oeste sirvió durante años a Alemania Oriental de argumento para demostrar la supuesta superioridad del modelo comunista. Antes, en las eliminatorias, la Unión Soviética había rechazado enfrentarse en un repechaje con Chile, para dejar en claro su repudio por la dictadura de Augusto Pinochet.

Otro dictador, el argentino Rafael Videla, se empeñó en ganar el Mundial de 1978, y no solo en la cancha. Los albicelestes golearon 6-0 a Perú y ese improbable marcador les allanó el camino a la copa, pero dejó una mancha sobre el torneo. La orden del técnico César Luis Menotti a los jugadores resultó diciente: “Cuando salgan al campo, no miren hacia el palco (donde estaba el sátrapa Videla). Miren a la tribuna. Allí está el pueblo”.

El Mundial de 1986 no se hizo en Colombia por una decisión política muy controvertida. El de 1994, en Estados Unidos, tuvo en un muy aficionado Henry Kissinger la sombra del poder. Y como no todo es malo, el de 2010 en Sudáfrica mostró los felices alcances del fin del apartheid. Pero el de Brasil 2014 tuvo como telón de fondo los escándalos de corrupción que afectaron a Luiz Inácio Lula da Silva y su partido gobernante.  

Ahora el balón rodará en la misma tierra de Pedro el Grande, de Lenin, Stalin, Kruschev, Gorbachov y, por supuesto, de Putin. ¿Fútbol o política? No, política y fútbol.