Al salir de Muzo hacia el occidente se ve el río Minero: una vena entre las montañas que ha cargado en sus aguas muchas piedras, no solo esmeraldas. | Foto: Iván Valencia

INDUSTRIA CON MEMORIA

Muzo, el pueblo donde Dios lo ve todo

Entre trochas y riscos se esconde una joya para expedicionarios: la región esmeraldera, que abre sus brazos a quienes quieran descubrirla.

6 de septiembre de 2017

Saliendo de Bogotá hacia el norte, el paisaje va volviéndose cada vez más frío a medida que uno se aleja de la ciudad. Montañas muy altas, campesinos con ruanas y diferentes cultivos son la antesala de una de las regiones más importantes en la historia de Colombia. En Boyacá se vivieron batallas por la independencia de la República, habitaron indígenas guerreros y orfebres, se alzan picos nevados y se esconden lagunas, cerros fértiles y desiertos. Al llegar a Chiquinquirá, a un par de horas de la capital, hay que tomar una carretera serpenteante que empieza a descender mientras el calor sube. En Muzo, lo primero que se ve es un letrero gigante que anuncia ‘Paz: Dios ve todo’.

Hace tres o cuatro décadas, la gente sentía miedo de venir a esta región. Parecía una república independiente gobernada por los patrones de la esmeralda. En 1990 se firmó un tratado de paz que, poco a poco, trajo estabilidad al occidente de Boyacá. Hoy es uno de los puntos menos explotados por el turismo en el país, un territorio exuberante que, contrario al cliché que lo comparaba con el Lejano Oeste, más parece una selva, sin la agresividad del Amazonas pero sí con unos bosques que invitan a adentrarse en ellos. Y a tomarse un guarapo para la sed.

Pablo Emilio Vanegas es un artesano que lleva más de 45 años en la región. “Siempre me ha gustado la esmeralda en su estado natural”, dice sobre las obras que vende en su tienda, en la plaza central de Muzo. Él no trabaja con las piedras más costosas, que le dejaron tantos problemas a la región. Calcita, pirita, dolomita y cuarzo son algunos de los materiales que le venden los mineros y con los que produce dijes, cadenas y pulseras, entre otras piezas.

Frente a la tienda de Pablo, algunas personas se esconden del sol bajo los árboles mientras conversan, una niña aprende a patinar y un par de trabajadores arreglan los jardines de la plaza. Hay un café, un billar y una iglesia que conserva la torre que construyeron los españoles hace casi 500 años. Muzo hoy es un pueblo apacible, de calles empinadas en las que eventualmente se escucha un vallenato o una ranchera. La tranquilidad solo es interrumpida por el ruido de una motocicleta, el vehículo más usado en la región.

Al salir de Muzo hacia el occidente se ve el río Minero: una vena entre las montañas que ha cargado en sus aguas muchas piedras, no solo esmeraldas, y que sirve como corredor biológico para buena parte de la biodiversidad de la región. Miles de aves habitan entre árboles altísimos y hacen de banda sonora para los turistas que aprovechan los más de 30 grados centígrados de la zona para tomarse una cerveza helada en los balnearios ribereños. Por supuesto, en Boyacá las canchas de tejo abundan, así que no se puede pasar por la zona minera sin practicar el deporte de las mechas y el turmequé, acompañado de un pollo criollo con yuca y nacumas.

Al cruzar el río y subir y bajar un par de montañas se ve un pueblo más pequeño, también incrustado en una de las incontables laderas de los Andes: Quípama. Fue fundado en medio de la bonanza esmeraldera de los años ochenta y hoy vive de la fertilidad de su tierra. Tiene cinco calles y, en el día, su mayor centro social es una panadería frente a la plaza; allí, además de probar pan recién horneado –incluyendo un auténtico liberal, ese bizcocho de crema roja azucarada tradicional del centro de Colombia–, se cuentan muchas de las historias de los habitantes, se cierran transacciones agrícolas y se definen las rutas para visitar sus paisajes.

Ríos empedrados, cultivos de café, cascadas pequeñas y el silencio infinito del campo se encuentran a media hora del pueblo. La soledad parece reinar, pero los pocos residentes de la zona son amables, sonríen y están dispuestos a guiar a los viajeros entre los miradores de un espacio geográfico casi virgen, que no ha sucumbido a la explotación turística. Las trochas de Muzo y Quípama hoy son parajes pacíficos, y aunque faltan opciones de transporte especialmente para quienes jamás han estado en la región, las posibilidades de explorar el territorio son enormes.