El turismo es una de las actividades que más afecta a la pesca en Taganga. | Foto: Elías Rojas

Realismo maravilloso

Turismo ¿una amenaza para la pesca en Taganga?

Esta es una de las actividades que más afecta la pesca, una tradición que en esta población se han preocupado por enseñar a los niños.

Daniel Páez
27 de junio de 2017

Eneida se levanta a las cinco de la mañana, se toma un café y camina dos cuadras para llegar al embarcadero de Taganga. El sol todavía no despunta entre los cerros que rodean la bahía, pero las diez personas que la saludan no necesitan luz para que su lancha de madera y remos se enfrente al mar. "Tengo 38 años en este trabajo. Mi papá era pescador, y cuando yo estaba en el colegio, los fines de semana me iba en su cayuco, con brisa o sin brisa". Es de baja estatura, tiene 62 años y luce recia. Es una de las integrantes de la Corporación Pescadores Ancestrales y Chinchorreros de Taganga, que agrupa a 170 habitantes de esta aldea. "Esto siempre ha venido por tradición. El pescado tiene un sabor diferente, es más rico. Mi papá decía que es porque el agua de mar aquí es más salada, aunque no creo que sea eso", comenta Eneida.

Desde los tiempos de los indígenas, la herramienta de trabajo ha sido el chinchorro. Hoy se teje con nailon, pero hace 20 o 30 años se hacía con majagua, una cabuya muy delgada que se extraía de árboles que nacen en cerros aledaños.

El área tiene definidos 11 ancones para trabajar. Son ensenadas que se turnan por grupos. "La pesca es una rifa", afirma Eneida. Unos cuantos días del año, la subienda puede darle hasta 1 millón de pesos al dueño de un chinchorro. Por lo general, una jornada produce suficiente para las 12 personas que se embarcan en un cayuco y todo se reparte equitativamente. El 30 por ciento de la redada se destina a cubrir la gasolina y para ahorrar en un fondo común en el que se apoyan en temporadas bajas. 

La edad promedio de la tripulación del cayuco de Eneida está por encima de los 30 años. Eso no significa que los jóvenes olviden la pesca ancestral: "Muchos niños salen de clase y se van para los ancones a aprender. Yo converso con ellos, les digo que estudien pero que conozcan la tradición", sostiene Eneida. 

El turismo, sin embargo, afecta considerablemente a Taganga. Algunos habitantes creen que la zona se está convirtiendo en un nuevo Rodadero, esa playa que hace medio siglo era casi virgen y hoy está contaminada. Además de casos aislados de inseguridad, los chinchorreros se quejan de algunos extranjeros que al nadar espantan a los cardúmenes. "Como no entienden la lengua, no les importa que uno les diga que se esperen a que termine la recogida", asegura don Samuel, uno de los veteranos de los ancones, de 85 años, y quien empezó a pescar a los 13. Lo que más preocupa son las escuelas de buceo. "Cuando bajan diez buzos, con las aletas rompen el coral, que es donde nacen miles de peces", concluye.

Después de remar media hora, llegan a uno de los ancones de Isla Aguja y se dividen las tareas. "Aquí todos jalamos", explica Eneida. Hombres y mujeres trabajan igual, se alternan para esperar en la playa y jalar el chinchorro cuando sea necesario o para carretear y acomodar la red de manera cóncava y facilitar así la pesca. El único con misión fija es José, el vigía, "el ojo de águila", que sube al cerro desde donde se divisa todo el ancón y tira una cabuya y grita "¡yao!" o "¡jala!" cuando un cardumen llega a la red. La función varía según el pez. Por ejemplo, para las cojinovas se lanza una piedra grande dentro de la malla porque estos peces se quedan alrededor.

Una jornada de trabajo puede tomar hasta diez horas. A veces, la corriente de las lanchas que van al Tayrona o de los barcos que se dirigen a Santa Marta arruinan la faena. "Somos pescadores estacionarios: tendemos la red y capturamos al pez viajero, no tocamos el coral", comenta don Samuel. Entre una jala y otra, los chinchorreros echan chistes, escuchan música en sus celulares, juegan dominó, preparan un sancocho y asan algo de lo atrapado. La comida alcanza hasta para los perros y gatos de la playa. En cada ancón tienen techos para protegerse del sol que no se cansa de curtir sus pieles; al vigía le toca buscar sombra bajo los arbustos.

Fue un buen día para Eneida y sus compañeros. Además del sustento de sus familias, algunos chinchorreros llevarán en la madrugada siguiente parte de su botín de sierra, jurel, chopa, cachorreta, ojo gordo y bonito al mercado de Santa Marta; otros negociarán con revendedores o restaurantes. "Aquí no hay más nada: lo bueno y lo bello de este corregimiento son nuestras redes", dice Samuel. Eneida puntualiza: "El 90 por ciento de los tagangueros vive de la pesca. Pescando o vendiendo, todos comemos de esto".