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COMPLICE DE LEYENDAS

Augusto Rivera dejó una obra impregnada de los mitos y las leyendas del Cauca. Su vocación empezó pintando en cáscaras de huevo.

20 de septiembre de 1982

Fue siempre un pintor marginal. Aunque los colombianos se acostumbraron a ver sus ilustraciones en los suplementos literarios de los periódicos nacionales o en los libros; aunque hizo cientos de exposiciones en el país y en las galerías y museos más importantes del mundo, Rivera no dejó de ser durante sus 60 años de vida un hombre al margen del boom de ciertos artistas y de las arandelas de la publicidad. Tal vez este rasgo suyo, más que ninguno otro, revela al verdadero hombre que había dentro de él. Alguna vez dijo: "Con gusto cambio toda mi fama por una noche de plarer". En realidad, nunca buscó aplausos ni reconocimientos. Tal vez por eso pocos medios le han dedicado el espacio que merece como excelente dibujante y pintor.
Una implacable cirrosis crónica le venía cobrando el tiempo de su partida, hasta el mediodía del 11 de agosto cuando hizo el final ajuste de cuentas. Seis días antes había entrado en estado de coma a la Clínica Marly de Bogotá, después de un forzoso regreso de Cartagena, donde estaba trabajando en un mural sobre la historia del Caribe.
Rivera se llevó con él la complicidad de un mundo de leyendas que había oído de su padre cuando vivía en Bolívar, un pequeño pueblo del norte del Cauca.
Como Armando Villegas uno de sus primeros amigos a su llegada a Bogotá en 1955, Rivera fue un trabajador inagotable. Su carrera fue, sin duda, una de las más tempranas que conoce algún artista en el país. Hizo el primer dibujo cuando sólo tenía tres años, como una manera de librarse de un sentimiento de culpa. Sobre las cáscaras vacías de un huevo que había roto en el patio de su casa, trazó líneas nerviosas. Sólo doña Isaura, su madre, lo tomó como una predicción de lo que llegaría a ser su hijo. A los ocho años se ganó el primer premio en un concurso de pintura en la escuela San Luis Gonzaga, donde hacía su segundo año de elemental. El dibujo a lápiz, hecho sobre una cartulina, representaba un jovencito comiéndose una mazorca de maíz en la cocina de su propia casa.
Cuando hacía el quinto de secundaria el padre Trujillo, rector del colegio jesuíta San Francisco Javier, lo expulsó. Descubrió que Rivera lo había pintado en el tablero con las patas, el cuerpo y los cuernos de un toro furioso. Al año siguiente, Trujillo fue removido de la rectoría y el joven pudo reintegrarse al colegio.
La vida, desde entonces, se hizo azarosa para el aprendiz de pintor. Ante la dificultad de continuar sus estudios universitarios (estuvo dos meses estudianto derecho en la Universidad de Nariño y no lo resistió), decidió largarse con la Compañía de Teatro de Curro Moreno que pasó por Pasto en 1941. Rivera hacía ilustraciones sobre cartulinas grandes, mientras un "recitador" de la Compañía iba declamando a Lorca y Machado.
Fueron a Perú, Ecuador, Bolivia y, finalmente, por motivos que nunca reveló, se separó de la Compañía. Se quedó sólo y sin plata en Chile. Allí cargó bultos en el puerto de Valparaíso, peleó como boxeador y finalmente fue mesero en un elegante restaurante de Santiago, donde lo único que recibía a cambio era la comida. Pero Rivera confirmó esa teoría de que los talentos perdidos no existen.
Mientras servía a las mesas iba dibujando perfiles y caricaturas de los personajes que llegaban a cenar y luego se los regalaba. En realidad, Rivera no quería nada a cambio; esa actitud le acompañó hasta su muerte, aunque sus cuadros ahora sólo puedan adquirirlos los coleccionistas millonarios. En sus últimos años en Chile había ganado fama y obtuvo varios premios importantes. En la Navidad de 1954, el pintor, de 32 años, pudo reunirse de nuevo con sus padres y sus tres hermanos en Popayán, donde la familia se había instalado cinco años atrás.
Cansado del ambiente estrecho de Popayán, viajó a Bogotá al año siguiente, cuando la capital era un hervidero político y se vivía una gran actividad artística e intelectual.
Al principio le fue difícil entrar al engranaje de la publicidad y del círculo de los artistas ya consagrados como Villegas, Negret y Grau. Pero su talento se fue imponiendo y, en pocos años, Rivera alcanzó el vuelo de algunos de los de su generación. En 1960 se casó con Mabel Jaramillo argentina a pesar de su apellido, una bella mujer con quien se refugió en una isla con sus leyes y gobierno propios. El círculo de amigos se redujo y el maestro se consagró a perfeccionar su cultura con una obsesión casi religiosa.
Muchas exposiciones en Colombia, en toda América, en Europa. Premios, libros y un prestigio que fue creciendo durante los 22 años que vivió en Bogotá. En los comienzos de su vida profesional, Rivera se definía como expresionista abstracto, siguiendo un tanto mecánicamente lo que predominaba entonces en las artes plásticas. Con todo, fue uno de los creadores más vigorosos e individuales entre los miembros de esa generación de pintores, una de las más importantes que ha producido Colombia hasta ahora.
"Cuando se sentaba frente al caballete, recuerda Villegas, nunca tenía un boceto, ni modelos. Dibujaba directamente, como contando historias de su pueblo en el Causa o de los Incas" La técnica, un trazo limpio y espontáneo sobre la tela con lápiz o plumillas, a la que generalmente mezclaba una aguada puesta al parecer caprichosamente, fue configurando, cuando se instaló en Bogotá en 1955, una escuela que quizá se aproximaba más a los problemas que abordaba la literatura latinoamericana que a los procesos de la plástica.
PINTURA CON FANTASMAS
Junto con el peruano Armando Villegas, también instalado recientemente en la capital y tan pobre como él, fueron construyendo un mundo con raíces propias. Veían en el trabajo de novelistas como Vargas Llosa, Rulfo Carpentier, y García Márquez, la manera de acercarse inteligentemente al hombre indígena y mestizo del sontinente.
En los clementos de la temática riveriana pueden encontrarse quizá, los rasgos de su marginalidad frente a los cartabones cómodos y en apariencia internacionalistas que siguieron otros pintores menos notables. Así, aunque 20 años después suene ya manido, el mismo Rivera se empeñó en definir su trabajo como un efecto del realismo mágico que impregna la conducta latinoamericana.
Abandonó muchas de las secuelas del abstracto y avanzó hacia un figurativismo de sugerencias míticas, de cuentos y leyendas que él recreaba a su antojo en cuadros y murales. Una forma de exorcizar sus fanstasmas y los fantasmas de su tierra.
Cuando los vecinos del Bosque Calderón lo veían tomando cerveza con algún desconocido en una tienda a una cuadra de su casa, lo confundían con un pintor de brocha gorda, que pintaba las paredes de alguna casa del barrio. Era sólo después de hablar con él unos minutos, cuando se descubría un hombre con una cultura y un conocimiento superiores. En una de sus últimas entrevistas que hizo para la prensa este año, Rivera dijo: "Creo que al fin estoy aprendiendo a dibujar". Luego hizo una confesión. Se alejó unos pasos del caballete y con voz pausada dijo: "Quiero que llegue el día en que pueda pintar sin tensiones. Como un torero diestro que mueve la muletilla y el toro le pasa al lado sin tocarlo". Y mientras hablaba simulaba ser un torero vencedor en todos los combates.
Rivera siempre soñó con pintar bien. Desde aquellas primeras líneas sobre las cáscaras débiles de un huevo hasta el gigantesco mural que había inaugurado en Cartagena una semana antes de su muerte. Alguien deberá seguir hablando de Rivera. El dejó en las telas sus obsesiones, sus mitos y sus demonios, las leyendas y los mitos del Cauca.
Valentín González B.