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La viuda palestina Salma Zidane (Hiam Abbas) se enfrenta a las autoridades israelitas que quieren talar su limonar “por razones de seguridad”

CINE

El árbol de lima

La actriz Hiam Abbas carga desde el principio hasta el final con esta alegoría sobre la dignidad de los pueblos.

Ricardo Silva Romero
12 de julio de 2009

Título original: Etz Limon.
Año de estreno: 2008.
Director: Eran Riklis. Guión: Suha Arraf y Eran Riklis.
Actores: Hiam Abbass, Ali Suliman, Doron Tavory, Rona Lipaz Michael, Tarik Copti, Amos Lavie, Amnon Wolf, Smadar Yaaron, Ayelet Robinson.

Es imposible quitarle los ojos de encima a Hiam Abbas. La actriz de 48 años, que en El árbol de lima interpreta a una viuda palestina, Salma, que se enfrenta a las arrogantes autoridades de Israel que quieren talar su limonar “por razones de seguridad”, logra que los pocos gestos que se le escapan a su personaje sean valientes, serenos, honorables. Pocas actrices, como Abbas, para encarnar la dignidad. Su mirada fija, de heroína de todos los días que no se atrevería a llevarse los créditos, de mujer musulmana que recobra su libertad en la prisión de su cuerpo, ha engrandecido películas tan importantes como Satín rojo (2002), de Raja Amari, Paraíso ahora (2005), de Hany Abu-Assad; Munich (2005), de Steven Spielberg; Conversaciones con mi jardinero (2007), de Jean Becker, y El visitante (2008), de Thomas McCarthy. Su carisma es el de las grandes estrellas de la historia del cine.

El árbol de lima, una fábula decorosa que por momentos cae en los terrenos de las tramposas películas “basadas en hechos reales”, es la historia de dos mujeres que vuelven a respetarse a sí mismas.

La primera, la mundana israelita Mira Navon, recobra el amor propio enfrentándoseles a las decisiones arbitrarias de su marido: el esposo en cuestión, ministro de Defensa del Estado de Israel, acaba de autorizar la tala del limonar de su nueva vecina palestina “porque los terroristas pueden esconderse en ese bosque”, pero Mira, que tiene el tiempo suficiente para notar que no existe un pueblo con menos derechos que otro, se niega a resignarse a un mundo en el que ciertas cosas no se pueden cuestionar.
Y la segunda, la restringida Salma Zidane, recupera su autoridad sobre sí misma enfrentándoseles a las decisiones arbitrarias del estado de Israel: aquella nación, que parece depender de la guerra para existir, ha instalado una amenazante torre de control en el borde de su jardín, pero Salma, que vive sola con los recuerdos de los hombres que se le fueron (su padre, su esposo, su hijo), se resiste a permitir que la paranoia de un gobierno acabe con los cultivos de toda una vida.

En fin. El punto es que la extraordinaria interpretación de Hiam Abbas (“mi vida es real, mi limonar es real”, dice, sin perder la compostura, ante la suprema corte de Israel) es la clave de El árbol de lima. Ya lo verán. Le da a Salma el valor que necesita para encarar la injusticia. Le recuerda al espectador que la prueba de que el mundo está mal hecho es que pueda considerar “enemiga” a una persona que no pide más ni menos que lo que le corresponde. Y convierte la esquemática historia en una alegoría que carga la siguiente moraleja: que ante los gobiernos autoritarios, que justifican cualquier barbaridad con la excusa de la seguridad (que pasan por encima de la naturaleza, de la cultura y de la historia sin dar más explicaciones), el espíritu es el mejor resguardo que nos queda.