UBICAR LA SELva, palparla, recorrerla. Identificarla, rastrearla, sumergirse en ella. Habitarla, estudiarla y comprenderla. Y luego, asumirla como propia, como la razón de ser de su mundo: el milagro de la naturaleza en su expresión más completa. Así decidió Leopoldo Richter que debía ser su paso por la Tierra. Y lo hizo desde temprana edad, cuando su padre lo llevó a conocer la Selva Negra, en su patria alemana. Ya en ese momento, a principios de siglo, cuando todavía no cumplía los 20 años, la vida selvática se había convertido en su camino de Damasco y no habría poder humano que lo sacara de allí. Decidió viajar a Brasil y luego a Colombia, en donde a mitad de siglo se instaló para perderse en la espesura de su verde naturaleza de por vida. A partir de entonces, el país no terminaría de sorprenderse con sus investigaciones y descubrimientos en las selvas nativas con sus enriquecedoras exploraciones a la Sierra de La Macarena y con sus estudios ecológicos, entomológicos y botánicos. Pero sobre todo, Richter dejó el legado de su pensamiento puro y de sus plácidas pinturas, muestra inequívoca de su pasión por la naturaleza y por los seres que la habitan. Diez años después de su muerte, el Instituto Goethe y el Centro Colombo Americano, se han unido para rendirle un homenaje, con la exposición simultánea de su obra que se realiza por estos días en Bogotá. Sus reflexiones, sus grabados y sus óleos están de nuevo allí, para que el espectador se enfrente con pacificadora inocencia al mundo que quiso y que de alguna manera logró un maestro en el pleno sentido de la palabra.