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Las mejores fotos de Cartier-Bresson llegan a Colombia

Por primera vez, la mirada del fotógrafo francés será exhibida en Bogotá. La sencillez de su trabajo y lo humano detrás de cada pieza resaltan el valor de su obra.

29 de abril de 2017

Desde la cima de un monte en Francia, detrás de un árbol deshojado y con una Kodak Brownie apuntando hacia el campamento de su tropa scout, Henri Cartier-Bresson tomó una de las primeras fotos de su carrera. Lo hizo a los 14 años con la misma cámara que usaba para llenar pequeños álbumes con los recuerdos de sus vacaciones. Ahora estas imágenes, más otras 130 que captó a lo largo de su carrera, estarán en el Museo de Arte Miguel Urrutia (Mamu), del Banco de la República, desde el 13 de mayo hasta el 28 de agosto, en el marco del Año Colombia-Francia.

Cartier-Bresson nació en 1908 muy cerca de París, en el seno de una familia pudiente, dueña de una de las mayores fábricas de hilos y algodón. Pintaba los jueves y los domingos. Adornaba sus cartas con dibujos y llenaba de trazos sus cuadernos. La geometría fue siempre su gran aliada y eso lo acercó poco a poco al mundo de la fotografía, donde desarrolló una habilidad única para encuadrar momentos de la manera más armónica.

Tardó en encontrar su adorada cámara, una Leica de 50 milímetros, con la que le disparó al mundo entero y con la que se convirtió en el padre de la fotografía moderna. En un principio, bajo la influencia de la corriente surrealista encarnada por el artista Eugène Atget durante los años veinte, Cartier-Bresson armó una cámara con un trípode, un velo negro y un aparato de madera encerado, de 9 por 12 centímetros, que obturaba con un tapón. El sistema era sencillo y solo le permitía registrar imágenes estáticas. Aun así, pasaba horas revelando los negativos en un balde, sin importarle mucho que los papeles salieran muy contrastados o atenuados.

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Su primera aventura en África, en 1931, lo  impulsó a comprar una Krauss usada que, además de marcar su verdadero comienzo como fotógrafo, le causó también una gran frustración: el moho arruinó su trabajo de un año, todas las imágenes quedaron como si solo hubiese registrado helechos frondosos. Tardó un año en notar ese defecto, sin embargo, poco después estuvo listo para conocer a su compañera de vida, a su tercer ojo.

La aparición de películas más sensibles y portables, de 50  y 35 milímetros, le permitió a Cartier-Bresson llevar su cámara más cómodamente a donde quisiera. Quedaban atrás los equipos grandes y las largas sesiones en los salones.  A partir de entonces, los fotógrafos de guerra no tuvieron que pararse en medio de las balas de cañón con todo su equipo hasta completar largos minutos de exposición. Lo importante era atrapar el instante decisivo.

El fotógrafo desapareció como protagonista para abrirles paso a sus personajes.  “Lo mejor es que te olviden, y que olviden la cámara”, decía Cartier-Bresson para explicar la verdadera esencia de  atrapar un momento mágico que no puede ocurrir ni una milésima de segundo antes ni una después.  

A Cartier-Bresson no le gustaba el sol del mediodía ni el flash. Tampoco los efectos o los filtros, a los que consideraba agresivos con la realidad. “Sus fotografías eran exactamente como las captó. Nunca las cortó ni les agregó nada. Su lema era que todo se editaba con el ojo a través de la cámara”,  explica el fotógrafo Richard Emblin, director del periódico The City Paper, de Bogotá. Esa humildad en su mirada, al fin y al cabo, lo consagró como “el ojo del siglo XX”, según reseñó, en 1999 su biógrafo Pierre Assouline, cinco años antes de la muerte del artista.

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Sus fotografías más emblemáticas no son, precisamente, los retratos de Pablo Picasso, Truman Capote, Henri Matisse, Marie Curie, Fidel Castro o el Che Guevara. Más bien, son aquellas imágenes que muestran lo cotidiano detrás de grandes y pequeños acontecimientos. “Su obra es como entrar a un invernadero gigante donde todo florece”, dice el fotógrafo León Darío Peláez. Protagonizan las historias de Cartier-Bresson el hombre que salta un charco con su traje en un día gris, el niño que carga sonriente dos botellas de vino o las prostitutas que se asoman a la ventana durante la guerra civil española.

La sencillez sirvió de hilo conductor a su trabajo y lo caracterizó en cada una de sus etapas. Al principio,  le atraían las mercancías amontonadas y los maniquíes, luego los viajes, la guerra y hasta una simple tarde en Francia. En todos los casos siempre estuvo su sentido humano para capturar una sonrisa, una lágrima o unas manos.

“Su fotoperiodismo consistía en entender a las personas, a la sociedad, y en depositar esa interpretación en un cuadro de 35 milímetros que tenía comunicación directa con el mundo”, cuenta el fotógrafo Henry Agudelo. Y aunque a Cartier-Bresson no le convencía que lo señalaran como un fotoperiodista, igual se proclamó rey del género, gracias a su obra y al consejo de su par, Robert Capa, quien le hizo ver que con el título de fotógrafo surrealista no llegaría muy lejos.

Algunos consideran que tuvo su etapa dorada durante el periodo de entreguerras, cuando reflejó la transición, tanto económica como política, que estaba viviendo Europa. En ese tiempo logró una de sus fotografías icónicas, en la coronación de Jorge VI, en Londres, donde la gente había esperado toda la noche para ver la ceremonia en la plaza Trafalgar. En su plano logró atrapar a los espectadores ya listos para el show y a una persona, de traje y corbata, que seguía dormida sobre periódicos y panfletos.

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Sin embargo, para otros, se consagró cubriendo las guerras y algunos procesos sociales propios del siglo XX. Su lente registró los estragos de la guerra civil española en las poblaciones más vulnerables. Luego, tras caer prisionero en Alemania durante la Segunda Guerra Mundial, fotografió un edificio abandonado de la Gestapo y al pueblo francés Oradour-sur-glane, donde 644 personas murieron asesinadas en la noche del 10 de junio de 1944. También vio y guardó para la historia momentos como la muerte de Gandhi, la entrada de Mao Zedong a Beijing,  las protestas de mayo de 1968 en París y el drama del muro de Berlín durante la Guerra Fría.

“No necesitó mostrar la sangre para narrar lo que destrozó la guerra: la vida cotidiana”, resalta la fotógrafa Natalia Botero. A diferencia de su compañero de fórmula, Robert Capa, Cartier-Bresson presentó la guerra con colores claros, fondos sencillos y personajes que transmitieron alegría y dolor en una mirada.

Ambos tenían formas distintas de sentir el mundo. Pero eso fue justamente lo que hizo tan poderosa a la agencia de fotografía Magnum, que fundó en 1947 con otros fotógrafos elite como George Rodger, David Saymour, George Rodger y Bill Vandivert. Hoy, desde esa misma agencia, que ya tiene sede en Nueva York, París Londres y Tokio, llegan las mejores fotografías de Cartier-Bresson al tercer piso del Mamu. n