LOS ESPECTADOres que visitan en estos días la galería Garcés Velásquez, de Bogotá, se llevan una gran sorpresa. Acostumbrados a ver los cuadros, comprenden, muy pronto, que en esta ocasión son los cuadros los que observan. ¿Se trata, acaso de una trampa? Con un mínimo de elementos formales, el pintor costarricense Leonel González presenta una obra no apta para decoradores. Una obra que no pretende recrear. Una obra que no hace juego con las cortinas ni con los sillones. Definitivamente agresiva -no por violenta-, su pintura pregunta de frente. Cuestiona al espectador, y no le ofrece respuestas. "¿Por qué siempre hay que estar diciendo cosas.?, pregunta González. No hay que ser tan evidentes. En el arte, me parece más importante plantear interrogantes y dejar que cada cual los resuelva a su manera, que convertir en verdades absolutas las intuiciones del artista". Leonel González ni siquiera quiso convertir en verdad absoluta esa construcción anatómica que aprendió a la perfección en una de las escuelas más puristas de Europa. A la hora de enfrentarse al lienzo, en la soledad de su estudio, entendió que no estaba ahí para repetir un rasgo o recrear una sonrisa. Al final de este análisis, muy poco quedó de la anatomía. Sólo un signo que representa al hombre. Un hombre anónimo, un hombre que podría ser cualquiera de los que mira el cuadro. González no quiso que los rasgos definidos de una figura desviaron al público de lo realmente esencial. Ese signo, ese hombre, tiene carácter dominante. De eso no hay duda. Y su pregunta -esa pregunta con la que sorprende al público- no pretende otra cosa que hacerle ver al espectador que es un hombre muy capacitado intelectualmente, en medio de un mundo con un sinnúmero de posibilidades. La respuesta ya no es un problema del artista. Pero forma parte del cuadro. -