“Vengas tú del infierno o del cielo, ¿qué importa, ¡Belleza!, monstruo enorme e ingenuo, más temido, si tus ojos, tu risa, tu pie, me abren la puerta de un infinito que amo y que nunca he conocido?”. Himno a la belleza. Poema número 21 de Las flores del mal (edición de 1861).

Una obra condenada

En junio de 1857, cuando Charles Baudelaire publica Las flores del mal, su cuerpo ya se encontraba seriamente afectado por una sífilis sibilina. La ‘enfermedad innombrable’ le producía trastornos nerviosos, cólicos, úlceras, ataques reumáticos y dolores musculares que el poeta morigeraba con ajenjo, láudano, opio y hachís. Por entonces ya había emprendido la tarea de traducir los cuentos de Edgar Allan Poe y vivía en un estado de perpetua errancia, escondiéndose del acoso de sus múltiples acreedores y mudándose a un lado y otro del río Sena. Tenía por entonces 37 años y le quedaba justo una década de infortunada existencia.

Su amada París lo agobiaba, la ciudad le parecía irreconocible. Los aromas de los bajos fondos le seducían. Tan sólo abandonaba las pensiones de mala muerte para recorrer los lupanares donde halló su condena y encontrarse con sus amigos Théophile Gautier y Gérard de Nerval en el infame club de fumadores de hachís donde “el aire es peligroso y fatal, donde los ramilletes moribundos en sus féretros de vidrio exhalan su suspiro final”.

Había pasado casi una década corrigiendo sus pruebas de imprenta, reescribiendo una y otra vez sus poemas, peleándose con las comas mal colocadas, buscando la palabra perfecta y el efecto mental con insistencia casi patológica, en la que se reconocerá todo escritor obsesionado con la perfección. Sabía que sería la gran obra de su vida. En Las flores del mal incluyó toda la poesía que había escrito desde 1840 hasta entonces. Baudelaire quería titularlo Los limbos o Las lesbianas, pero finalmente el autor renunció a la idea siguiendo los consejos de un amigo.

La obra fue un sonado fracaso editorial. Pero si el público dio la espalda y le fue indiferente, las autoridades del segundo Imperio francés, bastantes menos recatadas que la Inglaterra victoriana, por el contrario, se fijaron de inmediato en el poder subversivo de su poesía, la cual fue de inmediato condenada por “ultraje a las buenas maneras”. Como su contemporáneo Gustave Flaubert, quien tuvo que vivir el asedio de los censores, el destino de la obra de Baudelaire se definió en los estrados. Pero Baudelaire carecía de los contactos y la buenaventura del autor de Madame Bovary.

Los censores se cebaron con los poemas de Baudelaire. El autor fue condenado a pagar 300 francos, una suma considerable para un hombre que vivía con lo justo. Seis de sus poemas fueron suprimidos y no vieron la luz hasta 1949, cuando la obra fue finalmente publicada en Francia en su totalidad. Así de subversiva es su poesía. Pero unos pocos adelantados supieron comprender la trascendencia de la lírica baudeleriana. El gran Víctor Hugo, quien ya había encontrado su lugar en el parnaso francés se solidarizó con él y en agosto de 1857 le comentó: "tus flores brillan como estrellas". Más tarde, en 1859, le diría: "Nos provocas una nueva clase de estremecimiento".

Una segunda edición, sin los seis poemas condenados, vio la luz cuatro años después. Baudelaire incluyó en esta 35 nuevos poemas e introdujo una nueva sección que título ‘Pinturas Parisinas‘. Una tercera edición póstuma, con prefacio de Théophile Gautier fue publicada en 1868, pocos meses después de la muerte de Baudelaire.

El más maldito de los poetas

Con este compendio, compuesto por 126 poemas de distinta talla, Baudelaire dio origen a uno de los grandes mitos de la modernidad: el poeta maldito, el artista cimarrón, hastiado y marginado de la sociedad y de las academias, exiliado de la moral dominante, como el viejo saltimbanqui exaltado en uno de sus poemas en prosa. Aquel que contempla a sus semejantes desde el fango social, en la búsqueda de la autodestrucción, la inmolación sacrificial del artista como víctima. En los círculos intelectuales parisinos ya era conocido por su actitud extravagante, irritable y taciturna. En 1862, el poeta escribe: “en lo moral, como en lo físico, siempre he tenido la sensación de un abismo, no solo el abismo del sueño, sino el abismo de la acción, de la ensoñación, del recuerdo, del deseo, del arrepentimiento, del remordimiento, de la belleza… He cultivado mi histeria con placer y con terror”.

Esa comodidad en la vecindad de los abismos es expresada por Baudelaire en el segundo poema El albatros, escrito a bordo del velero L’Alcide en 1842, a los 21 años de edad, volviendo a Francia desde la isla Mauricio. En él se compara a sí mismo con un ave que vuela alto, acosado por los marineros y fuera de su ambiente natural “desterrado en el mundo, concluyó la aventura: ¡sus alas de gigante no le sirven de nada!”

El público de su tiempo, que no pudo diferenciar entre la obra y el artista, no supo apreciarla en su dimesión pionera en la poesía moderna. Baudelaire se adelantó a Rimbaud y su llamado a ser “absolutamente moderno”; pero su modernidad nunca incluyó la amnesia del pasado, y menos aún la superstición acrítica del futuro, como proponían algunas vanguardias del siglo pasado, como el futurismo, el constructivismo o el suprematismo. Y como el joven poeta amante de Verlaine, Baudelaire ya había pasado no una temporada, sino la vida entera en el infierno.

Su vida está, no podría ser de otro modo, estrechamente ligada a su obra, e influyó en esa visión abismal y sombría que empapa toda su produccion poética. Como su poesía, su vida fue vertiginosa, vil y miserable. “De niño tuve en mi corazón dos sentimientos contradictorios, el horror de la vida y el éxtasis de la vida. Es el sello de un holgazán enfermo de nervios”, escribió en sus Fragmentos póstumos. A los seis años vivió la pérdida del paraíso, cuando muere su padre, quien le daba el cariño fraternal de un abuelo.

A partir de entonces, estableció una profunda e intensa relación con su madre que duró hasta que esta decidió casarse de nuevo. Su padrastro, el general Jacques Aupick nunca consideró al joven Charles como otra cosa más que un joven ocioso, cuya conducta escandalizaba y deshonraba su apellido. El futuro poeta recorrió distintos colegios, de los cuales en muchos casos fue expulsado por indisciplina. Como alumno del liceo Louis-le-Grand, ganó el segundo premio de versos latinos en un concurso en el que participaban niños de todos los colegios de Francia, y supo que no había marcha atrás en el espinoso camino de la poesía.

A la edad de 19 años se matriculó en la Facultad de Derecho, y comenzó a conocer el ambiente literario en el Barrio Latino, donde hizo amistad con los poetas Gérard de Nerval, Charles Agustin Sainte-Beuve y Theodore de Banville. Se sabe de su participación dentro de la revolución de 1848 donde se lo vio armado detrás de las barricadas, más por el odio hacia su burgués padrastro que por un impulso realmente revolucionario. Baudelaire había recibido una herencia considerable de su padre, la cual, por orden de su padrastro, nunca pudo disfrutar al alcanzar la mayoría de edad, sino a cuentagotas, siempre bajo el auspicio de un notario.

A partir de aquí empieza el descalabro, la mala vida, el lujo inmoderado, los burdeles oscuros, la bohemia de altura, el consumo de opio y hachís, el dandismo más exaltado y los delirios poéticos. Fue en uno de esos burdeles en medio de una nube púrpura de opio donde conoció a una prostituta y musa a la vez de nombre Sarah Louchette, quien se presume le contagio la enfermedad que lo acecharía hasta el último de sus días. Ante sus coqueteos con los abismos, su familia lo embarca en un viaje a Calcuta; sin embargo al llegar a la isla Mauricio, Baudelaire interrumpe su viaje y regresa a París, donde conoce a una joven mulata de nombre Jeanne Duval, oscura actriz de teatro, quien será su amante durante muchos años e inspiración de no pocos poemas de Las Flores del Mal. Ese fallido viaje a Calcuta fue su único contacto con aquel oriente anhelado, rezago de su formación romántica y que se encuentra presente en toda su obra literaria. A partir de 1845, Baudelaire comienza una carrera como crítico de arte, visita los salones y galerías, impulsando carreras de pintores como Delacroix, Manet y Constantin Guys.

Preludio crítico a la modernidad.

En la historia de la literatura Charles Baudelaire se muestra como una figura liminal, de transición, un punto de inflexión en la forma en que se concebía la poesía y la lírica. El poeta cierra el romanticismo y da carta de nacimiento al modernismo. En su obra se da sólo a modo de síntesis el romanticismo y se esbozan las primeras expresiones de vanguardia, que como tal, plantean nuevas formas de entender y representar una sociedad cambiante. Su poesía se caracteriza por la búsqueda de un fundamento inmanente y no trascendente del quehacer poético. Sus fuentes son urbanas, profanas, cercanas a la vida y al margen de Dios, de la historia y de la naturaleza.

Baudelaire es el primer poeta plenamente moderno y plenamente consciente de ello. Así lo pensaba T.S. Eliot, para quien Baudelaire era “el primer ejemplo de poesía moderna en todas las lenguas”. De él nacen Rimbaud y Verlaine, pero también Mallarmé, Apollinaire y el mismo Eliot. Sin Baudelaire la poesía actual no sería la que conocemos. Su estremecedora y radical dicción y las temáticas abordadas ubican a Baudelaire en el improbable parnaso de la poesía contemporánea. Si su conocido Édouard Manet inaugura la pintura vanguardista con su Dejeuner sur l’herbe, Baudelaire inaugura la poesía moderna con sus flores malditas.

Baudelaire exalta tanto la ebriedad de los fármacos perfumados de un ‘oriente’ que comenzaba a ser colonizado por Francia, como los excesos de la vida moderna, los pasajes y vitrinas de la nueva París con sus bellezas efímeras, el ruido urbano y el fulgor de las lámparas de gas que le daban una nueva luz a la ciudad. Pero si su temática es moderna, la rima y el ritmo son en gran medida del gran clasicismo francés. En ello, por la ampulosa grandiosidad de su prosa y por la radicalidad y fluidez de su lenguaje, Baudelaire se parece tanto a Racine como a André Breton.

En Las flores del mal resuena el eco misterioso de la lengua francesa. En múltiples sentidos en su poesía convergen todos los ríos de la literatura francesa, como si la lengua hubiera sido creada para él. La estructura y el ritmo frenético, endiablado y enrevesado de su prosa hacen difícil, si no imposible, captar lo formidable de su genio y su traducción a otra lengua.

En su noción particular de la lengua de Rabelais y Molière, el autor combina con proverbial maestría la crítica social y el arrebato visionario. Sus palabras se deslizan como serpientes sobre una superficie estriada. Cada expresión se conjuga de tal manera que al terminar un poema queda la impresión de caer víctima de un poderoso fármaco. Baudelaire en ello se parece más a un poeta místico persa como Rumi, Saadi o Hafez.

París fue su musa preferida. El autor amaba y odiaba la nueva Lutecia con un delirio febril. ‘Pinturas parisinas’, es una declaración de amor y de extrañamiento, ante una ciudad que cambiaba "más rápido que el corazón de un mortal". Napoleón III había emprendido la fáustica empresa de transformar París, destruyendo el viejo casco medieval para construir la urbe que conocemos hoy. Baudelaire asistió estremecido a esta metamorfosis digna de los delirios de un faraón megalomaniaco.

Más allá de un propósito estético había una voluntad política. Como bien señala Marshall Berman, las reformas urbanas de Napoleón III tenían como propósito el control de las revueltas populares. El emperador encargó al prefecto del Sena Georges-Eugène Haussmann demoler el centro medieval, con sus callejuelas estrechas y edificios húmedos, urbanizando de paso el oeste de la ciudad, que transformó en barrios residenciales. Napoleón y Haussmann imaginaron los nuevos bulevares como las arterias de un nuevo sistema circulatorio urbano, con corredores anchos y largos por los que las tropas y la artillería podrían desplazarse efectivamente contra las futuras barricadas e insurrecciones populares.

En esos años la antigua Lutecia se convertía en la ‘ciudad luz’: el gobierno emprendía una acelerada campaña para iluminar París con cientos de miles de lámparas de gas que reemplazaron los obsoletos pebeteros de aceite. Fueron los barrios más acomodados los que se vieron de repente iluminados, no así las zonas en las que se movía Baudelaire. En su poesía París es una ciudad de luz, pero también de sombras. ‘Pinturas parisinas’ es considerada una crítica pionera de esas fuerzas de la modernidad que transformaron nuestras ciudades.

La analogía o la correspondencia del pasado y del presente se produce por la destrucción: Troya, en el pasado; el casco medieval de París en el presente. Una urbe puede desaparecer, desvanecerse pero, también, en nombre del progreso, transformarse y cambiar. Walter Benjamin dice que el París de Baudelaire no es un retrato, sino una profecía, porque la ciudad de sus poemas solo existió del todo después de su muerte. El poeta contempla la transformación en nombre de fuerzas anónimas, impersonales, de las que surge una realidad que no es otra cosa que un barniz de civilización sobre un océano de barbarie.

Hay una sensación de extrañamiento y de apabullante anonimidad en la nueva París. Baudelaire critica la pulida y artificiosa perfección de esa ciudad que surge de los escombros, en la que se marginan los antihéroes tan queridos por el poeta: los hombres pendencieros y atrabiliarios, las prostitutas, los mendigos, el protoproletariado y los consumidores de paraísos artificiales. Estos personajes, que alguna vez él alabó como el espinazo de la urbe son frecuentemente exaltados en sus poemas. Para Baudelaire, la ciudad habia sido transformada en una aglomeración de barrios burgueses que reflejan la identidad de los nuevos amos del Segundo Imperio, cambiando el rostro y la estructura urbana de una ciudad que ahora le resultaba ajena.

Irónicamente, la mirada de Baudelaire es al mismo tiempo moderna y crítica de las fuerzas del desarrollo, del progreso. De muchas formas, Baudelaire es un precursor de eso que conocemos como crítica posmoderna. La modernidad que en pleno siglo XXI ya suena a arcaísmo era, en tiempos de Baudelaire, una novedad. Por todas partes se palpaban y alababan sus síntomas. Pero para Baudelaire la modernidad parisina arrojaba más luces que sombras.

La poesía de Baudelaire se adelanta a la teoría posmoderna al elevar una voz crítica ante los desgarros producidos por la voluntad fáustica de destrucción creativa. Baudelaire es moderno más por repulsión que por devoción. Aborrecía lo nuevo que el capitalismo ponía en abundancia en torno suyo, pero usaba un ritmo maquinal inédito y se movía en aquellas novedades para poder ejercer su oficio de crítico y escritor. La diferencia entre Baudelaire y la generación precedente es su pérdida de fé en los artificios de la vida moderna y un sentido trágico de que sus beneficios no serían iguales para todos.

La mirada del flâneur

Baudelaire enseña a mirar, a observar el espectáculo de la vida moderna urbana en las caminatas y peregrinaciones por la ciudad. El poeta invita a aguzar los sentidos para captar lo eterno que habita en cada cosa efímera; a producir belleza a partir del sórdido mundo que le rodea. En sus devaneos por la ciudad el poeta anda al asalto de la belleza donde los demás no la ven, o la penalizan, o la persiguen, o la destierran. Hay en su poesía una concepción dionisiaca y crepuscular de la belleza donde lo bello de lo cotidiano da paso a lo sublime y lo eteno.

La modernidad y actualidad de Baudelaire pasa por esa mirada que observa la vida y los flujos de la ciudad. En ese sentido Baudelaire es el arquetipo del flâneur, el paseante urbano de mirada afilada, concertada con los otros sentidos. El autor ya había hecho gala de ella en su carácter de crítico de arte, con un agudo olfato musical, si se nos permite tal sinestesia.

Pero no es en las galerías sino en la calle donde Baudelaire el dandy, el aristócrata estético e intelectual, se convierte en Charles el flâneur. En Baudelaire la calle, el espacio público ya surge como protagonista. Si en Balzac los personajes se mueven en los interiores de la vieja ciudad medieval -en sus novelas no se escucha el sonido de la calle-; en Baudelaire, por el contrario la ciudad ya se ha transformado y la calle, el jardín y la acera parisinos se convierte en el lugar para ver y ser visto. La calle ha dejado de ser el espacio de la confrontación y de la revolución; la nueva París está diseñada para el hedonismo, la interacción y la contemplación estética del flâneur.

Por efecto de las reformas urbanas del barón Haussmann, en el curso de una generación el sombrío París de Balzac, donde las calles son territorio de miedo, da paso al París de Baudelaire, donde los recién creados bulevares están llenos de vida, de mercancías y de flâneurs. Los dandis ya existían en la época de Balzac, pero no existía el flâneur. Para que haga irrupción se necesitan calles donde mirar y ser visto. Si la mirada callejera del espectador urbano es lo que distingue a este arquetipo social y literario, esta no puede existir en un entorno en el que la calle es territorio de revuelta y miedo.

El flâneur surge de las reformas de Haussmann. Él es movimiento, agitación de multitudes, velocidad, caos, rasgos aparentes de una sociedad que se transforma a marchas forzadas. Recorre unas calles que ya no producen espanto, sino goce contemplativo. El vagabundeo sin rumbo por las calles de París, bajo la mirada escrutadora y cargada de significado del sujeto sensible es propia de la generación de Baudelaire. Si el flâneur es, como afirmaba Walter Benjamin, “la figura emblemática de la experiencia urbana y moderna”, este hace su irrupción con la demolición de la ciudad medieval y el surgimiento de la París moderna que, para bien o para mal, debemos a la hybris, a la desmesura modernizadora de Napoleón III.

Las figuras del Dandy y del flâneur convergen en Baudelaire. En él, el Dandy da un gran salto y se convierte en flâneur; ya no se trata sólo de hacer de sí mismo ‘la mayor de las obras de arte’; ahora se trata mostrar la desmesura de su genio paseante, mirón, curioso. El flâneur vaga por las calles, recorre la ciudad, la mira, la hace suya en soledad. Es el artista que no puede vivir sin la metrópolis y la multitud que detesta. El flâneur las necesita para afirmar y ostentar su superioridad estética e intelectual.

La ciudad que exige ser vista y exaltada como experiencia estética ya existe en 1857. De ella bebe la poesía baudeleriana y, como señala Berman, “cinco generaciones de pintores, escritores y fotógrafos modernos, comenzando por los impresionistas en la década de 1860, se nutrirían de la vida y de la energía que fluían por los bulevares”.

Salida

Tumba de Charles Baudelaire, cementerio de Montparnasse, París. Foto por: Marco Bonilla.

Cuando Baudelaire, el poeta de la raza más maldita, muere el 31 de agosto de 1867 a los 46 años, en una clínica de París, tras una larga agonía, la “enfermedad francesa” ya había carcomido su cuerpo. En sus últimos meses recurría a cápsulas de éter para combatir el asma y al opio para los cólicos. Su mala suerte trajo consigo una mala muerte. Pocas semanas después su propiedad intelectual fue vendida en una subasta por algunos miles de francos. Fue enterrado en el panteón familiar en el cementerio de Montparnasse, donde hoy se le puede visitar a pocos metros de la tumba de Sartre y Porfirio Díaz.

Para entonces, sus poemas ya habían germinado algunas de las mentes más brillantes de Francia. Parnasianos, simbolistas, decandentistas y surrealistas se declararon retoños de sus flores malditas. Sabía que estaba llamado a la gloria, y que esta le llegaría de forma póstuma. “Me lo rechazan todo, el espíritu de invención e incluso el conocimiento de la lengua francesa. Me río de esos imbéciles y sé que este volumen, con sus calidades y sus defectos, encontrará un lugar en la memoria del público letrado, al lado de las mejores poesías de Víctor Hugo, Théophile Gautier e incluso Byron”, escribió a su madre en julio de 1857 a pocas semanas de publicar Las flores del mal.

En La Folie Baudelaire (Anagrama), Roberto Calasso afirma: “Para quien está rodeado y atormentado por la desolación y el agotamiento es difícil encontrar algo mejor que una página de Baudelaire”. Su poesía es seda empapada en sangre, belleza fatal, alquimia de lo bello y lo siniestro, equilibrio entre los cielos y los infiernos, escritos por un hombre que se elevó sobre la vida y entendió sin esfuerzo “el lenguaje de las flores y de las cosas mudas”. En Las flores del mal Baudelaire logró describir todas las experiencias humanas, las sublimes y las abismales; las sagradas y las profanas; las gozosas y las dolorosas. La suya es pura poesía en claroscuro. Pocos poetas como este que vio la belleza en la decadencia y que logró captar el aroma dulzón de las flores marchitas a la luz de las velas negras.