"YO NO SOY FATALISTA"

Manuel Scorza, antes de su muerte, entregó a SEMANA un texto titulado "¿Orwell tiene razón?" que a continuación se transcribe en su totalidad

2 de enero de 1984

¿Cómo hacer para no dejarse despojar de su imagen, en un siglo caracterizado por la expansión del audiovisual? ¿Cómo administrar un mínimo de reconocimiento público sin caer en el Star-System? ¿Qué significa ser célebre a la luz de la historia? En sus últimas charlas, Manuel Scorza había formulado siempre esos interrogantes. Según él, ya era hora de que los escritores latinoamericanos se situaran verdaderamente en un contexto mundial. "Por mi parte", decía, "no me he cansado de pensar que debemos ser modestos. La modestia que uno siente leyendo a Dostoievski o a Cervantes".
Scorza no ocultaba que, en su caso, esos interrogantes habían surgido tras numerosas experiencias "dolorosas" con la prensa. Sensible y un tanto melancólico, el escritor peruano sufría cada vez que extraía de entre sus archivos las entrevistas en las cuales su pensamiento "había sido traicionado".
Scorza justificaba así su desconfianza y actitud antipática, en un principio, con los periodistas. Decepcionado con las prácticas de la izquierda peruana en cuyas bases había militado, Scorza se había refugiado en la literatura. No para escapar a la realidad sino para tratar de comprenderla más profundamente. Como Hegel, él creía que la historia ideal de un pueblo debe incluir sus sueños. "En ese sentido", afirmaba, "la literatura es la verdadera historia de América Latina". Su fe en su obra, su certidumbre de que habiendo comenzado a escribir "un poco tarde", le quedaban pocos años para escudriñar la realidad latinoamericana, bastan para explicar sus exigencias de transparencia y las distancias que él confesaba haber tomado últimamente con la prensa.
A pesar de todo, el escritor peruano había permitido la publicación de una charla con José Hernández, corresponsal de SEMANA en París, y diez días antes de su trágico deceso en el avión de Avianca, le había entregado el texto "¿Orwell tiene razón?", que SEMANA reproduce a continuación.
Que la literatura es visionaria y a veces profética no es un descubrimiento. ¿Cuando Dostoievski escribe su célebre "Si Dios no existe todo está permitido", no anuncia los horrores del siglo que inventaría los hornos crematorios colectivos? ¿En sus parábolas de laberinto, Kafka no avizora la sociedad sin rostro de las multinacionales, los fantasmales universos habitados por los Manechini de Quirico? Sin alcanzar artísticamente estas cimas, "1984" del inglés George Orwell nos presenta la visión de un mundo totalitario absoluto. ¿Nuestros siglos terminarán por darle la razón? El tema oficial de los debates de la próxima Feria Mundial del Libro en Frankfurt será precisamente "1984". Es debate importante.
El siglo que ha asistido a tantas y tan profundas transformaciones históricas ¿acabará contemplando los barrotes de una prisión planetaria? Es ya evidente que nuestro siglo no será el siglo de la aurora humana sino una más de la intolerancia y la barbarie. La violencia y la ferocidad de las guerras y de los conflictos políticos se parecen demasiado a la violencia y la ferocidad de las guerras de religión. Sólo que la crueldad, el horror y el cinismo alcanzan hoy dimensiones inimaginables en el pasado. En 1725 Montaigne escribió que con la invención de la pólvora ya no existían ciudades inexpugnables y que, por lo tanto, tampoco existía en la tierra asilo contra la injusticia y la violencia. Malraux, diría luego que con la aparición del tanque la historia cambia definitivamente porque ya no era posible tomar otra vez la bastilla. ¿Qué decir hoy de las dictaduras policiales que disponen de medios de opresión y de control policial absolutos? ¿La humanidad está condenada a padecer los atroces vaticinios de Orwell?
Orwell piensa que toda revolución termina por ser totalitaria. No comparto su alucinante metáfora. No porque niegue que en demasiados países del mundo gobierne Big Brother sino porque estoy en desacuerdo con su discurso histórico. "1984" es un libro fatalista. Y el fatalismo es una característica del reaccionarismo. Consciente o inconscientemente.
El hombre es un ser de deseos. "La Historia -dice Hegel- es el conjunto de deseos deseados". No cumplidos, pienso. En otras palabras, el hombre no es un animal programado genéticamente para repetir la rutina sin tiempo del animal. El animal no forja proyectos, no tiene historia, carece de porvenir. El animal nace y es para siempre. El hombre no, no es: el hombre llega a ser. En su alma luchan incesantemente el bien y el mal, o si se quiere utilizar la clásica definición de Freud, en nuestro espíritu combaten sin tregua el impulso de vida (Eros) y el impulso de muerte (Thanatos). Supera esta situación por la creatividad que nace de la diferencia. Sólo por la diferencia el hombre llega a ser hombre. El lenguaje es una unidad pero es una unidad construida de diferencias. El hombre es devenir.
El fatalismo no sólo niega el cambio: niega la posibilidad del cambio. En la historia -sostiene el fatalismo- no hay cambio: la historia se repite. Y enuncia: todas las revoluciones concluyen ineluctablemente en el Thermidor, en el totalitarismo. Plantear así el problema es postular que el hombre no tiene otro camino. "La Historia es una pesadilla de la que quisiera despertar", escribe Joyce. Para el fatalismo no sólo es una pesadilla: es una pesadilla de la que es imposible despertar. Por eso (salvando la profunda sabiduría de la fatalidad de los mitos clásicos) el fatalismo es reaccionario.
La cosmovisión del cambio, de la revolución revolucionaria, debería ser no sólo la transformación sino la transformación creativa incesante. Exactamente lo opuesto a lo que aspiran las burocracias "conservadoras" o "revolucionarias'', la burocracia no aspira a la transformación sino a la inmovilidad. La repetición es lo contrario del movimiento.
Los campos de concentración y el Estado policial no son consecuencias inevitables de las revoluciones. Son recaídas en la enfermedad infecciosa le la historia: la repetición de los oscuros movimientos de muerte que están en el fondo de las monstruosidades de la historia. Si en nombre de la revolución actuamos como la Inquisición, no somos la revolución. Somos la Inquisición, repetimos el discurso de la barbarie necrófila.
La transformación tiene que producirse, al mismo tiempo, en el afuera y en el adentro, es decir en la sociedad y en el espíritu de los que transforman la sociedad. Porque si el cambio no se produce, simultáneamente, en el afuera y en el adentro, es decir si el revolucionario no se revoluciona a sí mismo puede recaer o recaerá en el discurso del oscurantismo y de la injusticia que intenta abolir.
Para utilizar la metáfora clásica: ¿la humanidad saltará de la prehistoria a la historia o está condenada a errar de prehistoria en prehistoria? Orwell no cree en la transformación. Yo no soy fatalista. Por eso, no obstante que hay tantos motivos para dudar, pienso que la humanidad encontrará el camino de la vida viva. Quizás para eso se necesiten no una sino cien revoluciones. No todas serán revoluciones clásicas (la invención de la píldora anticonceptiva ha transformado el mundo tanto como la bomba atómica). No ha terminado el tiempo de las transformaciones. Todo lo contrario: llegarán desde nuevas e insospechadas perspectivas. No creo en la fatalidad de la repetición histórica. El pasado no será siempre el espejo del porvenir.
Manuel Scorza