Editorial

La lengua: libertad y cadenas

Hace ya más de tres años, cuando Arturo Pérez-Reverte fue elegido miembro de la Real Academia Española, en una entrevista concedida al diario El País, hizo alusión a uno de los grandes lugares comunes sobre Colombia:

15 de agosto de 2006

“Un campesino colombiano usa mejor el idioma que un universitario español”, dijo. En realidad, el cliché exacto es que en Colombia se habla el mejor español del mundo. Un cliché repetido una y mil veces, y uno que muchos creemos a pie juntillas.
Se supone que un cliché es una verdad repetida hasta la saciedad, hasta el punto de convertirse en una perogrullada. Por tanto, deberíamos creer que los colombianos hablamos un buen español. Pero, ¿qué tanta verdad hay tras este cliché?
Una cosa es cierta: en Colombia, el número de vocablos vivos en el uso cotidiano del idioma es más alto que el promedio de vocablos vivos en otros países de habla hispana. Pero, tristemente, ese respeto por la amplitud del vocabulario como sinónimo de nivel cultural ha sumergido a mucha gente en una curiosísima confusión sobre qué es, en realidad, hablar bien.
Porque la realidad es otra muy distinta: una de las características del país es la pobrísima capacidad de expresión oral que tenemos los colombianos. Tenemos, sí, una muy particular pasión heredada por la gramática. Pero es posible que en esa herencia agridulce esté el origen de la equivocada creencia de que hablar bien es hablar con muchas palabras. Es rebuscar sinónimos y no expresarse con claridad, que es otra cosa. El resultado de esa confusión es un país que usa palabras que parecieran apuntar a un alto bagaje de expresión verbal pero que a la vez no sabe expresarse. Tremenda paradoja.
Es triste, pero hay que decirlo: en Colombia, infortunadamente, la mayoría no sabemos expresar nuestras ideas. No sabemos argumentar. No sabemos decir lo que queremos decir. Y, en consecuencia, tampoco tenemos un buen nivel de compresión de lo que leemos. Y, en el fondo, por duro que suene, eso apunta a una sociedad que no sabe pensar.
Es posible que esta incapacidad tenga que ver con que Colombia se abrió a los medios audiovisuales –radio y televisión– desde muy temprano en el siglo xx, cuando la cultura impresa, la lectura y la escritura, aún tenían una muy escasa penetración en la sociedad.
Y este funesto déficit se acentúa con la mala educación. Una de las asignaturas fundamentales de la educación básica primaria debería ser la compresión de lectura. Pero hoy, siguiendo la tendencia mundial, en nuestra psique privilegiamos el acceso a las nuevas tecnologías sobre la sencilla tarea de enseñar a contar una historia, a leer bien un texto, a entenderlo. A asimilar sus argumentos. A rebatirlos.
Pérez-Reverte tiene razón cuando dice que un campesino colombiano muy seguramente habla mejor que un universitario español, pero a su frase le falta una breve palabra para ser exacta: “un viejo campesino colombiano usa mejor el idioma que un universitario español”, hubiera sido, quizá, una frase más justa.
Porque en Colombia ya sólo el viejo campesino habla bien: creció en una cultura oral, una que propiciaba hablar, conversar, comunicarse, que ya es algo. Tanto el campesino de hoy como el joven urbano crecen inmersos en silencios: el de la pantalla del computador o el de unos medios masivos en los que no existen programas de debate de ideas o de conversación. Sólo gente haciendo bobadas, llorando, dando brincos ridículos, gritando. Pero en los medios masivos audiovisuales, con escasísimas excepciones (“Hora 20”, en la radio o “Hablando claro con la prensa”, en la televisión), nadie expresa ideas, nadie habla, nadie conversa. Es decir, el joven de hoy ni vive la palabra, ni la oye, ni la ve.
Y un país lleno de gente que no sabe expresarse, que no sabe decir lo que piensa, que es incapaz de comunicar con claridad una idea es un país encadenado. Frustrado. Abatido. Puede que a ello se deba la tosca agresión que evidencian tantas cartas de los lectores de las que tanto –y con tanta razón– se quejan los columnistas y articulistas de prensa. Otelo, el personaje de Shakespeare, decía: “Entiendo la furia de tus palabras, pero no tus palabras”.
Deberíamos retomar la idea básica de que hablar bien es hablar con claridad. Usar bien el lenguaje no es derrochar imaginación para encontrar sinónimos abstrusos ni para hacer ostentación de grandilocuencia. Usar bien el lenguaje es saber tender puentes entre individuos, para expresar de la manera más clara posible el pensamiento, para comunicarnos con otro y, en últimas, para ser entendidos por el otro. La sencillez no es un punto de partida sino de llegada. Y en saber decir, en saber hablar, en saber expresarnos radica una de las formas más discretas pero más poderosas de la libertad.