Semana

Ricardo Silva Romero
24 de julio de 2007

En teoría uno, en Bogotá, no tendría nada de qué quejarse. En teoría habría que vivir en Manizales, en Pereira, en Montería, para decir en voz alta “acá no llegan las películas”, “no hay nada para ver en cine”, “en todos los teatros dan lo mismo” sin estar diciendo una mentira. En la práctica lo único que uno puede hacer es declararse sin palabras (decir en voz baja “me rindo”) ante la torpeza de una cartelera que parte de la base de que aquí nadie se queja. La triste verdad es que tenemos unos distribuidores valientes, con buenas ideas, con gustos arriesgados (que traen desde dramas iraquíes hasta terror japonés), pero que al tiempo soportamos unos exhibidores que menosprecian a las minorías, menosprecian a las mayorías y hacen lo que les da la gana con el tiempo, con las ilusiones y con la paciencia de los espectadores.
Lo mejor del caso, lo más esquizofrénico, es que esos “distribuidores valientes” y aquellos “exhibidores menospreciadores” pueden ser las mismas personas: la gente de Cine Colombia, por ejemplo, puede tener la lucidez de traer una obra tan interesante como Búsqueda desesperada (un largometraje de David Mammet sobre el secuestro), pero puede tener el descaro de anunciar su estreno meses y meses y meses (lo mismo hicieron con Tsotsi) sin encontrarle una sola sala en donde proyectarla, con convicción, con conocimiento de causa, durante un par de semanas. Nada, sin embargo, como lo que hicieron con las dos películas de Clint Eastwood sobre la batalla de Iwo Jima, nada como lo que hicieron con La conquista del honor y Cartas desde Iwo Jima.
¿Llegaron a alguna ciudad diferente de Bogotá? ¿Cuánto duraron en cartelera? ¿Una semana? ¿Dos? ¿Si no hubieran estado nominadas al Óscar, si no hubieran sido aplaudidas por los críticos de tantos países, las habrían traído a la capital de Colombia? ¿Para qué gastaron dinero promocionándolas en los periódicos? ¿Alguien aparte de nosotros, alguien que nada tenga que ver con revistas o periódicos o páginas web de cine, alcanzó a enterarse de que las estaban dando? ¿Alguien sabe de qué estoy hablando? Yo creo que no. Y creo que así, con sus confusiones, sus dilemas y sus desmanes, los exhibidores están dándoles a los cinéfilos la razón que les hacía falta para encogerse de hombros, para no volver a los teatros, para perderse en colecciones de dvd, en bajadores de Internet, en copias de copias de copias que se encuentran por ahí si uno en verdad está buscando.
Es así. Ningún sistema de video, ni siquiera el dvd, logra hacernos vivir una experiencia similar a la que vivimos en las oscuridades de los cines. Pero la experiencia de los teatros es gobernada hoy en día por la dictadura de unos comerciantes que ni siquiera logran hacer todo el dinero que podrían. Nadie está pidiendo favores. Nadie está pidiendo mecenazgos. Nadie dice que no den en todos los teatros de todos los múltiplex las terceras partes de Shrek, Piratas del Caribe y El Hombre Araña. Nadie habla, mejor dicho, de responsabilidades sociales ni nada por estilo. Se habla de negocios. Se está diciendo que lo mejor para todos (lo mejor, incluso, para la salud del negocio) es que esas continuaciones taquilleras no sean lo único que haya.
Los cinéfilos (favor no confundirlos más con los cineastas) son, según el diccionario, personas fieles al cine, personas que en verdad aman el cine. Pero los exhibidores, no solo acá, en todo el mundo, cometen el grave error de hacerlos a un lado, el grave error de dedicarles su energía entera a esos individuos (y nada tengo yo en contra de ellos) que solo van a los teatros porque es un buen plan de viernes en la noche. Es un “grave error”, digo, porque la gente en busca de entretenimiento es la menos leal que se consigue en la sociedad, porque planes de viernes en la noche es lo que hay, y apostarles todo a ellos, a los desplaneados, parece ser un atajo hacia el fin de una industria a la que cada vez le interesan menos sus productos.