Mejores libros de poesía 2022
Especiales Semana

La lista de poesía: voces consolidadas y nuevas voces

Aquí reunimos libros de autoras como Johana Barraza, con ‘Sembré nísperos en la tumba de mi padre’; Fátima Vélez, con ‘Del porno y las babosas’, o Tatiana de la Tierra, con ‘Redonda y radical’.

17 de diciembre de 2022
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El título de este poemario junta dos palabras que a simple vista parecen ajenas, pero que resumen con inteligencia lo que descubrirá el lector. Entre fluidos que salpican la piel y cuerpos babosos que se entrelazan con lentitud; falos, penetraciones y chupadas, y entre babosas, cucarachas, tardígrados y chinches, Fátima Vélez nos recuerda que la poesía es abstracta, que está en todo, que se oye y se huele hasta en el fondo de la tierra. Los versos de la escritora manizalita escarban en la memoria del lector para crear imágenes del sexo entre animales: criaturas que podrían ser como usted o como yo. Para fortuna nuestra, las ilustraciones de Powerpaola recrean explícitamente los encuentros de placer. De esta manera, escritora e ilustradora se juntan para develar que “los genitales más poderosos del reino animal pertenecen a las formas de vida más pequeñas”.

Arantxa Díaz Aguirre

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Esta antología da cuenta del universo que ha construido la poeta colombiana Yirama Castaño durante 32 años. Sus espacios poéticos están habitados por elementos y seres naturales: agua, árboles antiguos, pájaros, vientos, luciérnagas. La poesía de Castaño reafirma la vida, una postura que implica aceptar las muertes —propias y ajenas— y resignificar la existencia a partir de las transformaciones, de los cambios propios de la humanidad. Es así cuando escribe en Asedio: “¿Qué existencia vela la flor que se marchita?/ ¿Qué se esconde adentro de las naves del augurio?” (p. 76). La poeta se pregunta por aquello que está detrás de una flor moribunda porque, en su propuesta, la muerte, o aquello que está al borde de la muerte, nos revela una verdad poética: la curiosidad es la fuerza creativa más poderosa.

Los sujetos líricos se encuentran, una y otra vez, inmersos en la noche y en la oscuridad, y con sus sombras. Los lectores aprendemos que estos son los momentos de la creación. Las ideas nacen en su espesura y la tarea de la poeta es encontrar “los labios de la noche” (p. 183) para darle forma a metáforas, versos e historias. Aquello que pasa en la noche se entiende gracias a la palabra, por eso Castaño insiste en encontrarle forma: “He de morir alcanzada por la noche. Susurrada apenas, abierta al bosque y con esa única palabra pendiente entre los labios” (p. 149).

La voz lírica de Castaño, delimitada en la antología, se inscribe en una tradición. Nos entrega una mirada concreta sobre la poética de lo nocturno. Pero, al mismo tiempo, abre camino en la poesía del silencio.

Natalia Noguera

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Santiago Rodas sabe que la ubicuidad del misterio hace parte de la cotidianidad de los latinoamericanos. Algo que no se explica, solo sucede como suceden los pequeños milagros diarios que alimentan nuestra identidad, tan mágica como telúrica. ¿Cómo explicar al mundo que a la orilla de un río intercambiemos secretos por poemas? ¿O la familiaridad que tenemos con el diablo, las brujas y los fantasmas? ¿Dónde acaba la realidad y dónde la ficción? Érase una vez un poeta –y dos y tres y todos–: con su lenguaje cautivante, desbordado de gracia y humor, Rodas nos muestra que el poeta no es el que escribe los poemas, sino el que mira el fenómeno poético y lo vive como parte de su realidad natural, espontánea. El campesino, el vago, el estudiante, el oficinista o el lector mismo es el poeta cuando lo inaudito es su pan cotidiano y tal vez se ha inventado un lenguaje único (el de la poesía) para relacionarse con lo terrible y lo maravilloso, y contarlo como se cuentan las historias de las que estamos hechos.

Betsimar Sepúlveda

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El universo lésbico de Redonda y radical replantea a la mujer desde la fealdad, la sexualidad y la transgresión jerárquica de su rol. Tatiana de la Tierra habla “con las lenguas sueltas” mientras desdibuja a la mujer para reconstruirla desde la masculinidad, la lujuria y el carácter esencial que une al cuerpo con lo terrenal. La obra es una oda a lo imperfecto, performatiza el lenguaje y lo convierte en una expresión queer. Inglés, español y espanglish dialogan en una antología que no se traduce a sí misma, sino que busca el enriquecimiento interlingüístico. La autora juega con el sonido, crea sensaciones y regala una experiencia que trasciende la lectura proponiendo una nueva visión de la estética queer. La lengua es placer y arma enunciativa en una obra hecha para ser leída en voz alta y pionera en su género entre poetas colombianos.

Melissa Andrea Betancour

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¿Cómo superar un duelo? Quizás es algo que no tiene una respuesta única o una receta que funcione a plenitud, pero para algunos la literatura parece ser un refugio para entender el dolor, el vacío que deja una ausencia. En estos momentos vienen a mi mente los libros de Joan Didion, Ana Blandiana, Rosa Montero y Piedad Bonnett, para quienes el acto de escribir fue un ejercicio catártico.

Dentro de la literatura más reciente, la escritora colombiana Johanna Barraza Tafur, quien reside desde 2017 en Argentina, experimenta la exploración del duelo por la pérdida de su padre en su primer poemario, Sembré nísperos en la tumba de mi padre, libro que nació en un taller literario y con un nombre precioso, en especial para aquellos que les gusta coleccionar títulos. Si bien el duelo es un tema universal, que podría considerarse un género literario en sí mismo, está atravesado por una realidad que toca a Colombia desde hace décadas: la violencia, además en una región como Barranquilla, ignorada por los gobiernos y las élites, excluida por su naturaleza Caribe y su población de origen afrodescendiente.

A raíz de la desaparición física del padre, la poeta trata de construir la imagen de ese hombre en la infancia, cuando era un héroe y entrenaba canarios: “Papá era mi héroe / y el de mis amigos, / una especie de Robin Hood caribeño.”; aquel que encontró una noche sin vida, asesinado, bajo un árbol de níspero: “Veo el cuerpo de mi padre, / lo volteo para acunarlo / en mis brazos, / abre sus ojos / y su mirada penetra en mí / como bálsamo sobre una herida.”; ese que descubrió dentro de un ataúd. “Dicen que soy poeta, / te abro para escribir / pero no soy capaz de cerrarte / y decirte adiós.”; y ya en la distancia y en la orfandad, el ser humano con sus defectos, con sus rencores, criado en una sociedad machista: “Lo castré todas las veces / que nos abandonó / por otras mujeres / y le clavé un cuchillo / cuando volvía borracho / rompiendo todo a su alrededor. Fueron crímenes perfectos, / en mis pensamientos.”

A la par de este duelo, la poeta debe enfrentar otro: el duelo migratorio: “Vacío de un hogar / y anhelo de lo lejano”. Descubrir esa personalidad escindida en otro país; ser Caribe, donde la ausencia del mar es latente y ahora se debe aprender a ver desde otro horizonte: “Que alguien me explique / el afán que sentimos / los expatriados / por pertenecer a una tierra.”

En resumen, más allá de ser un poemario que hable sobre el duelo, Sembré nísperos en la tumba de mi padre es el retrato de ser huérfano, tanto de padre como de país, de reconocerse en ese vacío, en esa soledad ante el mundo, de sentirse pequeño y construir esa orfandad sabiendo que tus raíces no están, que son recuerdo, memoria, que solo logran sobrevivir si son escritas: “Abuelo, espero que al llegar la noche / el mar no me olvide”.

De ahí que la orfandad y el duelo son metafóricamente representados en ese árbol de níspero, símbolo de un renacer porque la voz poética ya no es la niña de los primeros versos, es ahora una mujer que vive entre sus muertos: el padre y el mar, y en su exilio, que sobrevive a su pasado trágico anhelando la libertad, una poeta buscando su voz propia, aunque le digan, al igual que los canarios de su padre, que no tiene cuerdas vocales para hacerlo.

El árbol de níspero

junto al que murió mi padre

ha sido cortado.

Mi vecina vino a traerme

sus últimos frutos y una bala

que encontró en su tronco.

Teníamos dos cosas en común.

haber sostenido su cuerpo

mientras sangraba

y mantenernos en pie

sin importar los disparos.

Dulce María Ramos

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La historia de amor de la escritora Almudena Grandes y el poeta Luis García Montero viene desde comienzos de la década de los noventa en el siglo pasado. Se conocieron en un acto político en contra de la Operación Tormenta del Desierto cuando George Bush padre invadió Irak. En medio de la solemnidad del evento hubo una intuición mutua de que estarían juntos el resto de la vida. Y así fue. Para esos días Almudena ya había ganado el premio La sonrisa vertical con la célebre novela Las edades de Lulú y Luis ya tenía alrededor de siete poemarios publicados y había ganado, entre otros, los premios de poesía Federico García Lorca y Adonáis.

A partir de ese momento transcurrieron más de dos décadas de complicidades afectivas y literarias, viajes, libros y la consolidación de una familia. El 27 de noviembre de 2021, un cáncer le arrebató a Luis el amor total y a los lectores en español a una de sus más importantes escritoras. El día del entierro de Almudena, en el Cementerio Civil de Madrid, Luis depositó en su tumba el libro Completamente viernes. Aquel poemario estableció, en su momento, correspondencia con la segunda novela de Almudena, Te llamaré viernes, y era un poderoso símbolo de presagio de eternidad compartida. Mientras tanto en las redes sociales se hacía viral el poema La ausencia es una forma de invierno, cuyos versos finales dicen: “Así duele una noche, / con ese mismo invierno de cuando tú me faltas, / con esa misma nieve que me ha dejado en blanco, pues todo se me olvida / si tengo que aprender a recordarte”.

Hace pocos meses apareció en una impecable edición de Tusquets Un año y tres meses, considerado por lectores y críticos como el libro de poesía del año en España. El título pareciera a primera vista una sentencia y, de alguna forma, lo es. Fue el tiempo que transcurrió desde el momento exacto del diagnóstico médico hasta el instante mismo de la muerte de Almudena.

Es un libro que se puede leer como un pretexto de elegía o como un canto de amor. Es el testimonio de un hombre que empieza a sentir el vacío y lo llena de recuerdos, nostalgias, retratos para convocar la voz que llenaba la casa. Luis García Montero necesitaba ponerle palabras a un dolor y a una ausencia y lo ha logrado a través de la ternura y delicados versos como si le respondiera desde este tiempo al Cantar de los cantares cuando allí se afirma que “El amor es fuerte como la muerte”.

Un año y tres meses es el regreso a la casa vacía para transformar la tristeza en belleza y en algo luminoso. Así la poesía es el puerto seguro que ahuyenta la enfermedad y los hospitales para recomponer poco a poco el derrumbe, los vidrios rotos que ha provocado el sismo de la muerte que ha sacudido de repente todo menos el amor.

Federico Díaz-Granados

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