Especiales Semana

El machete

Un símbolo con el que se colonizó, se pobló y se cultivó. Sin embargo, en los conflictos ha sido actor de primera línea

Carlos Eduardo Jaramillo C. *
24 de junio de 2006

Es, sin duda alguna, uno de los símbolos más representativos de Colombia. Ha estado ligado a nuestra historia desde finales del siglo XVIII, pero su mayor auge y preponderancia es en los inicios del siglo XIX, cuando los españoles introducen el llamado 'acero fino', que producido en grandes cantidades mejoró la calidad y redujo su precio. Aunque su nombre es español, posiblemente derivado de 'macho', sus ancestros se ubican en los albores de la historia. Los investigadores se inclinan por señalar al falchion como su pariente más lejano, cuya aparición se sitúa en Europa en el siglo XI. Este, como el machete, combina las funciones del hacha y la espada.

La palabra machete, junto con variantes en el diseño, recibe en el mundo diversos nombres, en Afrecha Occidental, Panga; en Filipinas, Bolo; en Malasia, Golok; en Nepal, Kukri; en Brasil, Falcão y Rula en algunas regiones de Colombia.

La longitud del machete depende fundamentalmente de su uso, ya que su reducido precio y su extendida popularidad han llevado a que este tenga muchas variantes que, para el caso colombiano, van desde las 12 pulgadas, utilizado normalmente para el corte de caña ('machete cañero'), hasta los llamados 'machetes de monte', cuyas longitudes se extienden desde las 18 hasta las 26 pulgadas.

Es el implemento agrícola más utilizado en Colombia, al punto que pudiéramos decir que no hay vivienda rural que no disponga al menos de uno. Este es un ícono en las zonas cafeteras de cordillera que compite con el del hacha, símbolo inefable de la colonización antioqueña. No creo factible que se pueda escribir la historia del poblamiento sin tener que dedicarle un capítulo especial a esta herramienta agrícola que es utilizada para los más variados propósitos, desde abrir monte, construir viviendas, dar protección frente a los animales venenosos y las fieras, hasta pelar yuca, cortar y limpiarse la uñas.

A él se le debe la incorporación a la producción agrícola de las más ricas tierras del país y la llegada de la civilización a remotas o agrestes regiones del territorio. Sin pecar de exagerados, se puede afirmar que buena parte de nuestra historia ha sido escrita con el filo de un machete.

Mientras fue producido uno a uno por las herrerías, laminando el metal a golpe de martillo sobre yunque, este mantuvo un alto precio, pero cuando las láminas de acero templado fueron troqueladas y esta herramienta se produjo masivamente, su uso llegó hasta los más humildes sectores de la sociedad. Este salto tecnológico ocurre en América, cuando la Compañía Collins de Connecticut abre sus puertas en 1820 y utilizando la técnica del estampado en metal (cast steel), inicia su producción masiva. Esta marca en Colombia es sinónimo de machete fino.

Sin embargo, aunque puede ser considerado una síntesis del progreso, su ancestro guerrero le presta su sombra. Los innumerables conflictos armados que han tachonado nuestra historia hicieron de él un actor de primera línea. El machete de guerra es la cara siniestra del machete de campo. Normalmente de 26 pulgadas, con una hoja ancha pero casi pareja, recibe la adición de un guardamanos y un cordel al final de su empuñadura que lo sujeta a la muñeca para evitar que caiga a tierra en el combate.

Desde nuestras guerras civiles hasta la violencia de los años 50 del siglo XX, el machete, convertido en arma, ha escrito páginas de nuestra historia que van desde la gesta heroica hasta nuestra más profunda vergüenza, pero no por ello este deja de ser un símbolo imprescindible de la iconografía nacional de Colombia.

• Sociólogo, politólogo e investigador. Ex consejero presidencial de paz