EL SIGLO XV TIENE NOMbre en italiano: il Quattrocento. No porque no sucedieran cosas fuera de Italia al
contrario, pasaban muchas, y en todas partes, en esa Europa que se desperezaba del largo bostezo oscuro
de la Edad Media. Se cerraba el Oriente, con la caída de Constantinopla en manos de los turcos otomanos. Y
a la vez se abría el Occidente con los descubrimientos de los navegantes portugueses, que culminarían a
finales del siglo con el viaje de Colón al imprevisto Nuevo Mundo. Y dentro de Europa misma, el caos reinante
desde las invasiones de los bárbaros y la acometida del Islam se asentaba por fin en torno a los dos ejes que
caracterizarían toda la Edad Moderna: el estado-nación, y la lengua.
O mejor, las lenguas. Porque en latín en mal latín y sólo hablaba la Iglesia. Incluso los reyes ingleses, casi
cuatro siglos después de la invasión normanda, empezaban a hablar en inglés, como sus subditos. Y Chaucer
escribía poesía a la italiana y a la francesa pero en inglés, y cuentos ingleses igualmente en inglés. El
castellano brusco del Medioevo cedía el paso a la elegancia de las serranillas del marqués de Santillana y de
las coplas de Jorge Manrique. Y en un francés ya moderno, Villon cantaba las nieves de antaño y las damas
de otros tiempos. En Bohemia se estabilizaba el checo con las reformas, no sólo religiosas sino ortográficas,
de Jan Hus (a quien la Iglesia haría quemar en la hoguera). Para el alemán faltaba todavía un siglo, hasta
Lutero.
En cuanto al estado-nación, lo mismo: los estados-naciones, cuyas disputas iban a reemplazar en adelante a
las puramente familiares y dinásticas de los reyes. En España los Reyes Católicos conseguían la unidad
territorial, conquistaban el último reducto moro de Granada y expulsaban a los judíos, imponiendo un férreo
centralismo regio que duraría medio milenio.
Los de Francia se desembarazaban definitivamente de la presencia inglesa en sus territorios. Inglaterra se
aislaba de los asuntos continentales y consolidaba su propia unidad tras las convulsiones de la guerra de las
Dos Rosas. Para Alemania, como ya se dijo, faltaba Lutero.
Pero aunque los cambios fueran generales, el siglo es italiano, porque era en Italia donde se fecundaban y
germinaban los nuevos tiempos. Aunque en lo político su territorio siguiera dividido en innumerables
principados y ciudades rivales, y despresado a zarpazos por las grandes potencias, tenía ya conciencia de su
profunda unidad interna: ya desde el siglo anterior Dante podía consolarse de su exilio de Florencia sintiendo
que vivía en la patria, menos traidora y más amplia, de la lengua italiana. Y a esa patria regresaban los Papas
tras el largo paréntesis del cautiverio francés de Aviñón: volvían a Roma, y ya serían italianos todos, para
siempre (hasta la llegada, cinco siglos después, del polaco Wojtyla). Además, abandonaban en la práctica sus
pretensiones de hegemonía teocrática para centrarse en los placeres más inmediatos del arte: construían
palacios, iglesias, fuentes. El arte, como diría luego Michelet, estaba "menos vigilado ".
Por ese terreno sin vigilar se iba a colar en Italia la antiguedad greco-romana, y por ese rodeo de la antiguedad
entraría la novedad revolucionaria del Humanismo. El hombre, y no la teología, volvía a ser la medida de las
cosas. A finales del siglo ya podía escribir Pico de la Mirandola un tratado que cien años antes lo hubiera
llevado a la hoguera., sobre la Dignidad del Hombre (De dignitate hominis), y decir tranquilamente en él cosas
como esta: "He leído, en los libros de los árabes, que no puede verse en el mundo nada más admirable que el
hombre".
Tres herejías: el hombre como ser admirable, y no como simple receptáculo inmundo del pecado; los libros de
los árabes, es decir, del infiel (y, aunque no los mencionara, había leído también a los judíos y a los paganos
de Grecia y Roma); y, en fin, la más subversiva: he leído. En esa Italia del siglo XV en la que, por primera vez
desde la caída del Imperio romano, hubo hombres capaces de leer sin mover los labios, la lectura no era ya un
pecado contra el espíritu. El hombre se había liberado de la tiranía de Dios.
Ese redescubrimiento del hombre, al cabo de mil años, provocó una renovación total de las artes, de las
letras, de las ciencias. Con llevaba el redescubrimiento de la naturaleza, por una parte, y de los demás, por la
otra: es decir, de los antiguos y de los extranjeros. Implicaba que la curiosidad había sustituido a la fe. A eso
se lo llamó el Renacimiento; y es vale la pena subrayarlo el único período de la historia que se ha dado
nombre a sí mismo, en vez de esperar a que se lo dieran los siglos venideros. El Renacimiento fue una
revolución cultural que lo impregnó todo, porque constituía una revolución de las mentalidades: las artes, las
ciencias, las técnicas, la filosofía, las costumbres, las relaciones sociales, la política. Y, por supuesto, también
la guerra: fue el desarrollo ya renacentista de la artillería, y no las iluminaciones y las voces todavía
medioevales de Juana de Arco, lo que les dio a los franceses la victoria final en la Guerra de los Cien Años.
El Renacimiento fue el triunfo (siempre precario) de la razón en libertad sobre la revelación vigilada por la
Iglesia. El triunfo de la voluntad humana sobre el mandato divino. Y eso se tradujo en el atropellado
surgimiento de los nuevos jugos vitales en todos los aspectos de la vida humana. La navegación (se inventó el
timón de popa). La pintura (se inventó el óleo, se descubrió la perspectiva). La política (Maquiavelo se dio
cuenta de que no era divina, sino humana). La culinaria (en Florencia se inventaron las salsas). La moral
(fueron redescubiertos Aristóteles y Platón). El dinero (es el siglo de los grandes banqueros: los Médicis de
Florencia, los Fugger de Augsburgo). La concepción de la historia (no dirigida al retorno del Mesías, sino
hecha por los hombres). El pensamiento filosófico (liberado por fin del yugo, que en realidad era un vacóo, de
la escolástica). Las clases sociales (aparece, en las ciudades italianas, o en las hanseáticas del norte de
Europa, la burguesía). Todo se transformó, se renovó, se rejuveneció: renació.
Por eso, justamente, ese siglo XV, ese Quattrocento a la italiana, es el que marca el despegue objetivo, y no
sólo voluntarista, de la civilización europea de Occidente con respecto a otras civilizaciones rivales. Mientras
Europa daba un salto, ellas se estancaban en sus propias y largas edades oscuras, desde el Islam hasta la
China, o iban a ser aniquiladas, como las del Nuevo Mundo americano, por la expansión europea, ya
incontenible.
(Algún lector pensará que de todo este resumen del inmenso siglo italiano se queda por fuera Gutenberg, el
orfebre alemán que a mediados del siglo inventó la imprenta. Pero es que paradójicamente la imprenta no
produjo al principio un avance, sino un retroceso cultural: no se usó para imprimir novedades, ni
redescubrimientos de la Antiguedad, sino viejos libros medioevales: manuales de confesores, martillos de
herejes y de brujas, vidas de santos. Y la 'Summa Teológica' de Santo Tomás. Y, claro, biblias).
EL SIGLO XV: UN SIGLO A LA ITALIANA
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