Especiales Semana

En el centro del caos

El país vecino está al borde del colapso mientras Hugo Chávez se niega a renunciar y sus opositores no ceden en su exigencia. Informe de Mauricio Sáenz, enviado especial.

16 de diciembre de 2002

Eran unas cuantas personas en la mitad de una cuadra oscura de Caracas. No pasaban de cinco o seis los vecinos que golpeaban esas cacerolas como si se tratara del mismísimo cráneo de Hugo Chávez Frías. Era como si intentaran, con el estruendo metálico de sus cachivaches, desaparecer en una especie de rito mágico el espíritu del presidente de Venezuela. No podían aspirar a que muchos los oyeran en medio de esa calle perdida, pero el suyo era un acto casi íntimo, tanto un exorcismo como una penitencia. Como muchos de los venezolanos, querían que esa misma noche Chávez Frías dejara el Palacio de Miraflores, en el que ellos mismos, en un momento de esperanza que quisieran olvidar, lo elevaron a la categoría, más que de presidente, de caudillo decimonónico.

Esa primera escena apareció ante el enviado especial de SEMANA como un recordatorio de que la ciudad, que a primera vista parecía en calma, se encontraba bajo la peor tensión en muchos años. Unas cuantas calles más adelante el asunto comenzó a adquirir otra dimensión, al repetirse la escena en forma intermitente, pero cada vez más ruidosa. No eran cinco o seis, eran miles, decenas de miles de hombres, mujeres y niños con banderas, gorras y camisetas tricolores. Y eso que ese miércoles eran aún menos numerosos que en los días posteriores. Los temores del cronista quedaron confirmados. El viaje a Caracas en realidad era el traslado a una ciudad en la que la normalidad cotidiana había desaparecido. Era un mundo trastocado en que los gobernantes no mandaban, la oposición ejercía el autoritarismo, los periodistas, perdida su objetividad, tomaban partido, los militares echaban discursos en la plaza pública y los comerciantes no abrían sus tiendas en plena temporada de una Navidad sin adornos. Una visión de los que podrían, con gran probabilidad, ser los últimos días de la presidencia de Hugo Chávez Frías.

El capítulo más reciente (¿el último?) de la agitada presidencia de Chávez comenzó el 29 de noviembre, cuando fracasó un acuerdo inminente en la mesa de negociaciones propiciada y dirigida por el secretario general de la OEA, el ex presidente colombiano César Gaviria. Ese viernes el ministro del Interior, Diosdado Cabello, se atravesó en un acuerdo inminente por el cual se celebrarían elecciones en los primeros meses del próximo año con participación del propio Chávez. El fracaso hizo imposible impedir que el lunes siguiente las cabezas visibles de la oposición lanzaran un paro general, previsto para un día y medio de duración.

La huelga parecía marchitarse definitivamente ese martes hasta que el gobierno cometió uno de sus característicos errores. La Guardia Nacional fue enviada a reprimir con gases lacrimógenos una marcha pacífica en el sector de Chuao. Como consecuencia de la indignación general ante un hecho casi insignificante, la Coordinadora Democrática dirigida por el líder sindicalista Carlos Ortega y el jefe de la patronal Fedecámaras, Carlos Fernández, declararon que el movimiento sería indefinido. Y poco más tarde se unieron los empleados de la principal empresa del país, la estatal Petróleos de Venezuela (Pdvsa). Hasta entonces el paro parecía un fracaso ante la angustia de los comerciantes o de los industriales por la pérdida de sus ventas navideñas. Pero con Pdvsa de por medio, la empresa que mueve el 25 por ciento del Producto Interno Bruto, el asunto era a otro precio.

Y aún faltaba lo peor. El viernes de esa misma semana un extraño personaje irrumpió en la Plaza Francia, lugar de reunión desde hacía 40 días de una insólita manifestación permanente de militares rebeldes, hirió a 28 personas y mató a tres. El gobierno de Chávez, culpado naturalmente por la oposición, llegó a un nivel de deterioro en el que el retorno a la normalidad ya era prácticamente imposible.



Las dos caras

En el rico oriente de Caracas las calles están tomadas permanentemente por ríos de personas que hacen sonar sus silbatos y ondean vociferantes sus banderas. En el parque Francia, del exclusivo sector de Altamira, unos cirios erigidos en el lugar en el que cayeron las víctimas recuerdan el escenario de la tragedia. Un grupo de ciclistas pasa haciendo la 'V' de la victoria entre el ruido de los pitos de los carros. Bajo una carpa, unos cuantos señores y algunos oficiales toman refrescos y miran un aparato de televisión.

Desde lo alto de una tarima un militar se dirigía a una elegante multitud enardecida pero no muy numerosa. Denunciaba la entrada a Venezuela de varios centenares de guerrilleros de las Farc y que otros tantos cubanos, con uniforme del ejército venezolano, estaban listos para tomar las armas en defensa del presidente de la República. Imprimía una entonación teatral a sus consignas, con pausas efectistas seguidas de una ovación cerrada. Se trataba del general Néstor González, uno de los 14 oficiales que desde el 2 de noviembre se tomaron ese lugar para exigir la renuncia del primer mandatario, su propio comandante en jefe.

No fue fácil para SEMANA hablar con él. Tras terminar su discurso, el uniformado pasó casi una hora dedicado a una labor que disfrutaba a todas luces: estampar su autógrafo en las banderas que le pasaban a través de la cinta que lo separaba del público. La mayoría eran mujeres: "Para Marianela, con cariño. ¡Adelante!". Todas parecían amar a González, pero sobre todo odiar mucho más a Chávez.

González y sus compañeros de rebelión pernoctan desde que comenzó la toma de la plaza en un hotel clausurado pero abierto exclusivamente para ellos: el Four Seasons, una especie de Hilton bogotano sin estrenar. Su interior cavernoso, habitado sólo por uniformados sin ejército, recuerda a un cadáver por dentro. "Mi vida no vale nada, me pueden matar en cualquier momento, estoy amenazado junto con mi familia pero estoy dispuesto a todo por devolverle la libertad a Venezuela", dijo el general a SEMANA, mientras revelaba bajo su boina un cráneo cuidadosamente afeitado. No tenía pruebas de sus afirmaciones sobre las Farc, "en este momento". Pero dijo que el presidente "traidor a la patria" está "armando al pueblo para defender su revolución de la miseria".

A unos pocos minutos en carro el contraste es brutal. El frente de una sede de Pdvsa, en La Campiña, está tomado por los defensores de Chávez, que supuestamente están armados por el régimen para defender la 'Revolución Bonita'. Aquí el ambiente es de mayor tensión, bajo el estruendo de la música popular que brota de grandes parlantes instalados en camiones.

Como en la Plaza Francia, unos televisores instalados bajo carpas recuerdan que esta es una confrontación virtual, que se libra sobre todo en unos medios de comunicación absolutamente obsesivos. Pero el ambiente es menos festivo, casi grave. La mayor parte de los asistentes, miembros de los Círculos Bolivarianos, está formada por personas que no ocultan su condición humilde. Son obreros, buhoneros (vendedores ambulantes) o están "pelando bola", es decir, son desempleados. Este es un bando que no parece tener mucho que perder y que está evidentemente a la defensiva. Al frente está un diputado oficialista, Darío Vivas, un hombre con pinta de sindicalista de viejo cuño que habla con un todo desafiante.

"Este gobierno, dijo a SEMANA, no es como los otros. Se ha atrevido a tocar los privilegios políticos y económicos de los de siempre. Nosotros estamos dispuestos a todo por defenderlo porque lo que defendemos en realidad es una verdadera revolución que los venezolanos esperábamos desde hace muchos años". Como en la Plaza Francia, la entrevista se desarrolla entre dificultades. Vivas es constantemente interrumpido por ayudantes y colaboradores que le hablan en tono de alarma. Que fueron vistas algunas camionetas lujosas reclutando 'recogelatas' (cartoneros) para darles droga y alcohol para mandarlos a cometer algún delito y echarles la culpa a los chavistas. "Que lo hagan, ellos vendrán directamente aquí", responde. Que desde el tablero de control de Pdvsa están saboteando la distribución de combustible. "Eso lo vamos a denunciar porque sabemos quiénes son". Un hombre con un megáfono en la mano le pide instrucciones para 'evitar' que Carlos Ortega siga diciendo "sandeces". Un dirigente juvenil cuenta que un chamito resultó herido en una refriega con policías antichavistas y podría perder un ojo.

También interrumpen aspirantes a ocupar los puestos dejados en Pdvsa por los empleados participantes en el paro y que el gobierno aspira a llenar para contrarrestar los efectos en la producción y distribución petrolera. Uno de los que se acercan inquieta a Vives: es un indigente que le advierte: "No nos vayas a traicionar porque sabemos quién eres y dónde estás".

Vivas tiene prisa, pues debe irse para la Fiscalía a denunciar a Ortega y Fernández por traición a la patria. ¿Su gente está armada? "No, puede que algunos tengan una que otra pistola, con su permiso de porte y todo, pero no hemos sido armados como tanto se dice. Nosotros no propiciamos la violencia pero esos señores quieren derrocar a nuestro gobierno y el pueblo lo va a defender". Al volver a mirar la pobreza de sus huestes es difícil pensar que, si es que están armados, lo hayan hecho por cuenta propia.



El camino al caos

Con la actitud beligerante de los empleados de Pdvsa, que tienen virtualmente paralizado al país, y con la amenaza de que el desabastecimiento de comida se generalice, la pregunta ya no es si Hugo Chávez dejará el poder, sino cómo y cuándo. Muy pocos hubieran imaginado que el presidente que regresó aparentemente triunfante del intento de golpe del 11 de abril, hoy estaría en la más absoluta incapacidad de hacer cumplir sus órdenes. Poco después de ese fallido golpe los gobiernistas decían "tenemos Chávez para 100 años". ¡Cómo estaban de equivocados!

Lo que hace todo esto más difícil de entender es que Chávez llegó al Palacio de Miraflores en 1999 como el salvador del país y que tuvo las más altas cotas de popularidad que se recuerden en la democracia venezolana. Chávez dispuso de capital político suficiente como para ganar siete votaciones, mediante las cuales consiguió aprobar una nueva Constitución para modificar a su antojo las instituciones, cambiar al Congreso bicameral por una Asamblea Nacional, politizar a las Fuerzas Armadas, incluido un artículo, el 350, que permite expresamente la rebelión, y hasta modificar el nombre del país para encumbrar su idea de una revolución bolivariana.

Pero Chávez nunca se pudo librar del yugo de su propia palabra. Hoy es claro que su extraordinario carisma popular y la convicción que imprimía a sus innumerables e interminables discursos fueron determinantes para su propio desplome.

El deterioro comenzó cuando la situación del país no comenzó a mejorar como había ofrecido. No importaba que los ingresos inmensos del petróleo significaran cada año una bonanza digna del rey Midas, la situación de los venezolanos no sólo no cambió sino que empeoró. Mientras tanto el locuaz Chávez insistía en la inevitabilidad de la revolución bolivariana, con una retórica cada vez más en rima con un comunismo a la vieja usanza. En forma exhibicionista comenzó a cultivar la amistad de líderes demasiado controvertidos, como Fidel Castro (quien para sus enemigos es su mentor), el libio Muammar Gaddafi y, como si fuera poco, el enemigo público mundial número uno, el presidente iraquí Saddam Hussein. Creó unos inmanejables 'Círculos Bolivarianos' para defender su revolución. Y con un discurso absolutamente irresponsable incitaba a los desposeídos con frases como "si yo tuviera hambre, robaría".

Chávez, con su locuacidad e imprudencia llegó, sin proponérselo, al peor de los mundos. Mientras perdía credibilidad en los asuntos serios y de fondo, como el manejo de la economía y de la política petrolera, la ganaba en su discurso social. Hoy esa retórica no parece más que una sarta de frases sin mucho sentido. Chávez, para muchos, sacó a la luz una lucha de clases latente en Venezuela. Y la gente pobre le creyó que iba a hacer la revolución, y la rica también.

Todo eso hizo crisis hace un año, cuando el presidente hizo aprobar una fatídica 'Ley habilitante', una suerte de facultades extraordinarias, que le permitió expedir 49 normas que eran, ni más ni menos, la base para una revolución socialista al más puro estilo bolchevique. Entre las perlas de ese paquete legislativo estaba la capacidad del Ejecutivo de determinar el uso de la tierra y la facultad para expropiar sin mayores dificultades las extensiones que el Estado considerara conveniente. Una de ellas resultaba insoportable: declaró que toda la costa del país, hasta 180 metros hacia el interior, era de propiedad del Estado. Muchas personas pudientes y otras no tanto se miraron entre sí para preguntarse por el destino de sus casas (o casitas) de playa.

Eso era demasiado. No importa que esa revolución nunca se haya materializado. Las pocas expropiaciones hechas fueron muy bien pagadas porque el gobierno venezolano lo que sí tiene es chequera. Pero la percepción de que el país se encaminaba a ser una nueva Cuba no pudo disiparse nunca. Y al haber consagrado el derecho a la rebelión Chávez acabó de un plumazo con el más elemental principio de autoridad.

Con esas consideraciones, la rebelión que llevó al golpe del 11 de abril era inevitable. En esa fecha una manifestación multitudinaria de la oposición se dirigió de improviso hacia el Palacio de Miraflores para pedir la renuncia del presidente, mientras era transmitida en directo por canales de televisión privados que incitaban a la gente. Chávez apagó la señal de algunos de ellos precisamente cuando varias personas morían a balazos. Y unas horas más tarde era conducido, tras haber supuestamente renunciado, con destino al exilio.

Aunque el sustento legal de la suspensión de la señal era perfectamente claro, la idea de la agresión contra los medios nunca se borró del todo y, en cambio, marcó para siempre una confrontación entre medios y gobierno. El regreso del presidente al Palacio de Miraflores se debió más a la torpeza de quienes intentaron reemplazarlo, que se comportaron como verdaderos antidemócratas al cerrar las instituciones, que a la fuerza del propio mandatario.



Adios gobernabilidad

Chávez regresó con una actitud conciliadora y, aunque aseguró el respaldo de las Fuerzas Armadas, pronto fue evidente que su autoridad estaba herida de muerte y el país estaba de cabeza. La oposición se volvió autoritaria y logró con presiones que el Tribunal Supremo llegara a la máxima contraevidencia de declarar que el 11 de abril no se había perpetrado un golpe para levantar los cargos contra los militares involucrados. La mayoría de los dueños de los medios de comunicación, obnubilados por un odio visceral contra Chávez, perdieron todo su compromiso con la verdad para asumir por su cuenta el peor atentado contra la libertad de información que se recuerde en los últimos años en América Latina. Hoy se quejan de los atropellos, ciertamente inaceptables, de los Círculos Bolivarianos, pero no mencionan que ellos mismos los provocaron al incitar sin descanso a la rebelión contra el gobierno. Su alegato de que la libertad de prensa está amenazada por el gobierno se desinfla ante el hecho de que no hay ni un periodista preso. Además su discurso suena aún más contradictorio cuando se le echa un vistazo a la mayoría de los periódicos y la televisión privada, que no dejan de convocar a la ciudadanía a las marchas contra el gobierno.

El presidente Chávez, con todo su supuesto autoritarismo, no pudo controlar ni siquiera la protesta militar de la Plaza Francia, para no hablar de los buques petroleros y los mecanismos de distribución de petróleo.

Hoy, con los empleados de Pdvsa radicalizados en exigir la renuncia de Chávez sin condiciones, la salida política que busca Gaviria parece muy lejos. El gobierno, en una actitud de negación, no parece tener clara la gravedad del momento e insiste en que la única salida es en agosto de 2003, cuando la Constitución permite un referéndum al cumplirse la mitad del período. Su contraparte, la Coordinadora Democrática, no se transa por menos que unas elecciones anticipadas en los primeros dias del año próximo. Y habría una hipótesis preocupante: algunos miembros del Ejecutivo, incluido el propio presidente, estarían dispuestos a negociar, apoyados en que la más reciente encuesta de la respetada firma Consultores 21 le atribuye más del 30 por ciento de aceptación. Pero los sectores más radicales de su bando no estarían dispuestos a poner en peligro su revolución sin defenderla a sangre y fuego. Chávez estaría de nuevo entre la espada y la pared, mostrando la debilidad que, en el fondo, lo ha caracterizado desde que inició su aventura política, cuando se rindió fácilmente luego del golpe del 4 de febrero de 1992.

Ya a pocos interesa el referéndum consultivo que obtuvo el movimiento opositor Primero Justicia para febrero próximo. Chávez parece estar secuestrado por su propia revolución. Y con ambos bandos completamente radicalizados, la violencia parece ser inevitable.

Varios de los observadores consultados por SEMANA coincidieron en que la salida cada vez más está en manos de las fuerzas armadas. Pero éstas parecen dispuestas a intervenir sólo en un escenario de violencia extrema, cuando para muchos venezolanos pueda ser ya demasiado tarde.

La última noche en Caracas el cronista terminó de escribir tarde. A lo lejos se oía el rítmico sonar del siguiente cacerolazo.