Especiales Semana

Infantes en combate

SEMANA presenta algunos apartes del libro 'Los niños de la guerra', de Guillermo González Uribe, con el cual el director de la revista 'Número' ganó el Premio Planeta de Periodismo.

16 de noviembre de 2002

Las paginas de este libro estan ocupadas por palabras que cuentan intensas historias de niños y jóvenes que hacen parte de la guerra que azota al país. "En Colombia hay 7.000 niños en armas". La frase la pronunció al azar Humberto Sánchez, director de uno de los hogares de niños desvinculados, cuando el jueves 5 de junio del 2002 conversábamos sobre ese proyecto. Volví sobre la cifra, pedí precisiones. Quince días después, hablando con Juan Manuel Urrutia, entonces director del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, ICBF, y con Julián Aguirre y Mabel González, quienes orientan el programa, al decirles la cifra se miraron, y en lugar de negarla manifestaron que, mal contados, puede haber 10.000 niños y jóvenes en armas en Colombia. Según estos cálculos, buena parte de los protagonistas de esta guerra, que cada vez copa más espacios, quienes matan y mueren, son niños y jóvenes.

La niña guerrillera

Estaba cansada de todo y dije: "Aquí no aguanto más, me voy". El guerrillero me habló y me dijo que allá era bueno, que a las mujeres les iba bien, que eran las niñas consentidas. Me convenció y, como yo iba también en busca de venganza, me fui. Llegué a un frente y no me quisieron aceptar, dijeron que era muy pequeña, que era una niña, que no era capaz. Yo estaba entre trece y catorce años. Insistí pero me dijeron no, no y no. Entonces le dije a uno: "¿Sabe qué?, deme dirección de otros guerrilleros"; yo sabía que estaban divididos en columnas, porque mis hermanos me habían contado. Yo sabía la vida de ellos, en qué partes operaban unos y en qué partes operaban otros. Entonces le dije: "A los del Caquetá ¿en dónde los puedo encontrar?", El me contestó que en Curillo. Llegué a ese pueblo y vi a unas personas vestidas de camuflado. Pensé: "Huy, el ejército". Cuando uno va con un pensamiento en la cabeza, como que a uno le da miedo, pero no, eran los guerrilleros. Me encontré con uno que precisamente había ingresado a mi hermana, pero al instante no lo distinguí. Me puse a hablar con él y de pronto me dijo: "Ah, usted es la hermana de Ana". Yo le respondí que sí. Dijo: "Esa vieja se voló, esa vieja no aguantó, pero ¿usted quiere ingresar?". Yo le contesté que sí y me llevaron al campamento.

Cuando llega una mujer allá es como si llegara carne fresca, esos hombres, hummm, cansan mucho. Uno y otro dicen: "Venga para acá, venga para acá", uff. Al otro día me sacaron la hoja de vida, porque allá le sacan eso también; ellos investigan quién es uno, cómo se llama, dónde vivía, qué hacía, por qué va, qué quiere. Allá se dan cuenta cuando uno es mandado y lo matan. Me sacaron la hoja de vida, me cambiaron de nombre y... es difícil cuando le cambian a uno el nombre: lo llaman y uno no distingue; ni sabe a quién están llamando. Me dijeron: "Hey, usted, Sofía, preséntese donde el comandante Tomás". Me fui para donde el comandante -ni sabía pararme firme ni nada- y le dije: "Sí, ¿me llamó?". El apenas alzó la cara y... ¡era el mismo señor viejo ese, el que me había cuadrado!

Fue un susto y una alegría. Me pegó un regaño: "¿Usted qué hace acá?", me dijo. "Yo nada, yo ingresé anoche -le respondí; y ¿usted por qué está acá? ¿Por qué se vino sin despedirse?". Me contó que estaba ahí desde hacía quince días, que había tenido que irse de afán y dijo: "Listo, ya metió las patas, ya se montó en el bus que no debía montarse, ahora aguante, mija, resígnese a las normas y a lo que venga encima, porque si usted no obedece, a usted la matan". El fue claro conmigo, me dijo así, y yo le dije: "Ah, bueno, usted que ya lleva unos diítas más, usted me indica a mí, me enseña lo que ha aprendido". El dijo que sí, que me iba a enseñar. Cuando pensé: "Pero, ¿comandante?", yo sabía que los comandantes no subían de días: "¿Comandante?". Me fui para donde otro y le pregunté: "Hola, y ese señor ¿qué? ¿Desde hace cuánto tiempo está acá?". Dijo: "¿Tomás? No, mija, ese ingresó desde niño, ese lleva muchos años de estar acá, por eso es comandante". Yo dije: "Uff, ¿dónde estoy subida?". A los muchachos les daba rabia, me miraban con ese señor y me decían: "Ranguera, subiste como palma y vas a caer como coco". Me decían ranguera, de subir el rango, como decir ser una gamina y cuadrarse con un presidente. Como ya éramos novios de afuera y él estaba solo, porque en esos días había terminado con la mujer, una socia, nosotros seguimos así de noviecitos. Aunque allá no hay novios, allá de una vez los hombres lo cogen a uno de amante, no esperan nada.

Un joven para

Mis hermanos sí fueron al colegio, el único que no estudió fui yo. Como la plata que había no alcanzaba para ponernos a estudiar a todos, mis papás preguntaban: "¿Quiénes quieren estudiar?". Mis hermanos decían: "Yo, yo, yo". Pero yo no le ponía fundamento, no le ponía ganas, no decía que quería estudiar.

Nací en Herrera, Tolima, hace 16 años. Somos siete hermanos, y yo soy de los mayores. Me la pasaba con mis papás, pero no hacía mayor cosa. Me ponía a jugar y los acompañaba. Estuve con la familia hasta los nueve años. Luego comencé a andar con los vecinos, que trabajaban la amapola y me llevaban a sembrarla. Les ayudaba y me daban cualquier cosa. Yo andaba contento detrás de ellos; así fui creciendo, le cogí amor a ese trabajo y aprendí a hacerlo bien. Duré como dos años en esas; a lo último me rendía mucho la recogida de la amapola, y me pagaban 5.500 pesos por cada copada de mancha.

El trabajo es así: uno coge las cuchillas de afeitar (de las máquinas desechables de plástico), las saca, las voltea para que quede el bordito afuera, las pone otra vez en el plástico y calienta con una vela; se va doblando y queda la cuchillita salida; con el aparatico raya la pepa de la amapola. Ella bota una manchita blanca, como un caldito, como una agüita, y uno la recoge en una copa de esas donde vienen los rollos de fotografía. En la ligereza de la persona está todo. De tanto darle, me volví práctico: recogía doce o catorce copadas en el día y me ganaba 700, 800.000 pesos cada nada. Compraba juguetes y bobadas, y les prestaba plata a los demás, que nunca me pagaban. Mantenía con los vecinos en una zona de puro frío, donde hacíamos cambuches para poder cosechar. Salía al pueblo cada dos, tres meses. Iba de la montaña al pueblo y compraba lo que necesitaba. Me tiraba la plata, le daba un poco a mi familia y me iba otra vez. Después me salí y comencé a coger café por la vereda San Isidro, y a bolear machete en el campo. Me pagaban a 8.000 pesos el día y trabajaba de lunes a viernes. Los sábados y domingos iba al pueblo, a las mesas de billar, y me entretenía jugando con los que salían a hacer mercado.