Especiales Semana

¿Qué nos depara el siglo XXI?

En las próximas décadas ocurrirán trascendentales cambios para la humanidad. SEMANA invitó a un grupo de expertos, quienes se atrevieron a predecir el futuro.

16 de abril de 2001

No todo tiempo pasado fue mejor, al parecer. Y no porque no haya dificultades en el futuro sino porque es una alegría ver que algunas de esas inconvenientes murallas han sido sobrepasadas. Hablar del futuro no

siempre es tarea grata y está marcada por un halo de incertidumbre, pero también es tarea necesaria porque previene algunos males e ilumina la búsqueda de salidas.

El siglo XXI no ha llegado lleno de promesas, ni exento de problemas, y hay mucha gente que lo teme, esperando lo peor de él. Es claro que el mundo seguirá teniendo dolorosos conflictos y que su complejidad está muy lejos de ser dominada por los seres humanos. Es evidente que ni la pobreza, la exclusión o la guerra terminarán en este siglo. Pero ahora sabemos que esperar tales cosas es insensato y que, en aras de un realismo razonable, debemos mirar el mundo con la calma de los sabios y de las grandes decisiones.

Por tanto es relevante considerar en perspectiva lo que nos deparaba el decisivo siglo XX. Hace 100 años las cosas pintaban muy mal: catástrofes universales se veían venir con imparable fuerza. Los conflictos bullían y la actitud de los pueblos era favorable a la guerra. Los nacionalismos y fanatismos estaban a la orden del día sin opción de evitar la conflagración mundial. Las cosas no han mejorado mucho pero son de un talante diferente.

Es claro que el XXI no es el siglo de los conservadores: las cosas pintan muy duras para los que pretendan eludir el cambio. Todo está marcado por el signo de las masas. La vida de los hombres, y especialmente la de las mujeres, será más larga, llegando a los 100 años sin dificultad. La genética será la ciencia clave, reemplazando en interés a la electrónica o la informática. Innegablemente la revolución genética cambiará radicalmente la manera de entendernos y ‘producirnos’ a nosotros mismos y todo nuestro sistema de prioridades. Habrá revolución en el comportamiento humano, llegando hasta altas fronteras de complicación, por un lado, y a una simplicidad extrema por el otro.

Los niños serán adultos más pronto aún, si cabe. El trabajo estará más especializado y el reentrenamiento y la recapacitación serán constantes. Las actividades sociales estarán muy altamente diversificadas y el ocio tocará con fuerza todas las esferas sociales, impregnándolo todo. Los medios serán aún más omnipresentes y contundentes que hoy: ¡habrá que temerles!

El individualismo crecerá, y con él la soledad que lo acompaña, pero al tiempo nuevas formas de relación humana, algo extrañas sin duda, pulularán. Tal vez el matrimonio ya no exista (quizá no existe ya) y tener hijos será un modo excéntrico de irresponsabilidad. Todo lo de hoy parecerá anticuado, y aun lo de mañana, en una seguidilla muy contradictoria de corrientes y contracorrientes.

El siglo XXI traerá muchos otros cambios en la vida cotidiana. Algunos de ellos, muy sutiles, apenas dejarán notar su presencia. Otros, evidentes al máximo, dejarán sentir que el mundo de ayer ya no podrá volver a existir jamás. El hogar desaparecerá, al menos como lo conocemos; las culturas estarán en guardia contra otras culturas y el nomadismo aumentará, moviendo pueblos enteros de su lugar, quizá para siempre; las lenguas se mezclarán y muchas de ellas deberán desaparecer: la interculturalidad será mucho menor que hoy y sus consecuencias traerán algunos problemas, pero también muchas ventajas: ¡todo el mundo creerá hablar inglés!

Pero casi nadie podrá entender el conjunto de lo humano, y casi nadie querrá hacerlo, por ser la tarea muy ambiciosa y engorrosa. En no pocas décadas las enfermedades mentales serán epidemias y la depresión las acompañará con su velo gris, pero perfectamente soportable. Pero habrá remedios simples y eficaces, a no dudarlo: el olvido, que todo lo cura, en un mar de inconsciencia dulce y cálida; la estupidez, que seguirá siendo el dulce bálsamo que siempre ha sido; y la pereza, que ayuda al hombre a saber poco, incluso frente a los mayores enigmas.

Las profesiones para toda la vida habrán de sucumbir ante el flagrante imperio de la fugacidad y la futilidad. El trabajo se hará en la casa o en oficinas modulares situadas en sitios inverosímiles. Se trabajará en jornadas múltiples a cualquier hora del día o de la noche. La infraestructura urbana abarcará el campo, pero no habrá campesinos. La gente se organizará en comunidades autónomas, aunque no necesariamente cerradas, para administrar su existencia con los medios disponibles. El hombre será más dependiente, pero con más ilusión de independencia. La mujer será aún más agresiva y, sin embargo, más frágil y su confusión vital tenderá a aumentar. No obstante creerá sentirse mejor que hoy y hallará placer en esa vida algo solitaria y estéril que le espera.

Las empresas serán dirigidas por muchas personas a la vez; la feroz Internet será el vehículo de casi toda personalidad, en una red tan densa y activa como todavía no alcanzamos a imaginar: será ‘virtualmente’ imposible huir de ella. El humor habrá de cambiar también, formalizándose cada vez más. Los intelectuales serán aún más aburridos y escépticos que hoy. La estética del color local, que ya está en franca extinción, morirá sin remedio, siendo reemplazada por una evanescente vitrina mundial de atracciones: música, libros, espectáculos y diversiones serán incesantemente producidos por los medios. La gente será difícil de complacer y en ocasiones se enfurecerá mucho si no se le da lo que pide. La atención no podrá fijarse por mucho tiempo. El tedio será el enemigo a combatir, con todos los medios disponibles, pero como un demonio invencible se levantará de todas las derrotas para resurgir entre los escombros.

Pero el siglo tendrá también algunos delicados encantos que bien vale la pena enumerar aquí: una tolerancia inevitable ante el caudal de diferencias que habrá de fluir (tendremos que sobrellevar de buen grado mucha banalidad); facilidades inmensas en el orden administrativo y político; una cómoda desideologización de la política; una deliciosa variedad de alternativas para el consumidor frenético que será cada uno de nosotros; mucho tiempo que matar; mucho dolor que ocultar; un mundo más veloz y más descaradamente indiferente; torrentes de información y conocimiento (la mayor parte de los cuales será inutilizable); grandes soluciones colectivas y diversión en masa; menos sitios deshabitados y silenciosos; más higiene y menos limpieza. En fin, una lista inmensa de alternativas que producen un agridulce efecto de admiración y de espanto.

Todo esto sucederá a un ritmo creciente, trepidante si se quiere, con su secuela de tropiezos y de incomprensión, pero sin ir más allá de lo que podemos controlar. La ‘normalidad’ ambigua y, en no pocas ocasiones, sorprendente, lo llenará todo con su aliento homogenizador. El sujeto no tendrá miedo alguno a ser diferente, pero difícilmente podrá ser original, porque todo el mundo estará en un plan similar al suyo. Habrá muchas, y muy apasionadas, temporadas de nostalgia, intentando detener el ritmo de un mundo alocado que nadie parece saber cómo parar. Pero el cambio no se frenará: ¡es el signo de los tiempos! Y cuando el siglo agonice, seguramente, habrá quien lo extrañará, temiendo la llegada del casi inverosímil siglo XXII.