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La universidad tiene la obligación de visualizar líderes capaces de cambiar una historia de conflicto y pobreza.

28 de mayo de 2001

Alejandro Magno a los 27 años ya había conquistado medio mundo. Bolívar, antes de cumplir los 40, había fabricado la independencia de cinco naciones. Bill Gates ya había revolucionado la historia de la informática al comenzar 1980 y era millonario antes de los 30 años.

Estas no son excepciones. Hoy, en los países desarrollados, hay un empuje importante de jóvenes que constituyen esa rara especie de yuppies que manejan el mundo.

En cada momento la sociedad se ha encargado de asignar a su juventud un rol específico y para ello se han diseñado herramientas y ambientes. En condiciones normales las sociedades civilizadas han escogido la educación como la herramienta para impulsar el desarrollo a través del liderazgo de las nuevas generaciones. También han hallado que la forma de afianzar su democracia y la construcción de equidad ha sido ofreciendo formación y oportunidades similares a todos los jóvenes que aspiran a continuar con sus estudios universitarios.

Es aquí donde conviene ver si nuestros jóvenes reciben esas oportunidades que permiten destacar las cualidades y potencialidades individuales que suelen conducir al liderazgo o si, por el contrario, nuestro sistema de educación superior resulta un fraude para la democracia.

Desafortunadamente en Colombia las universidades no ofrecen la misma calidad para todos. El sistema universitario está muy lejos de ser de buena calidad y hay centros de estudios, mal llamados universidades, que constituyen una verdadera estafa pública para quienes estudian allí y para la democratización del país. Naturalmente, de muchas de estas instituciones no se puede esperar que contribuyan a generar mayores niveles de movilidad social.

Por el contrario, lo que se observa es que la mayoría de líderes juveniles provienen, casi siempre, del mismo círculo social, del mismo origen familiar y de un pequeño grupo de universidades muy serias, pero también muy exclusivas tanto por sus costos como por sus sistemas de admisión. Este pequeño grupo de centros de formación superior —casi todos privados— mantiene contacto activo con el mundo empresarial y gubernamental y promueve un flujo constante de egresados hacia las posiciones de mando del Estado y del sector productivo, en tanto que la mayoría de jóvenes que estudia una carrera no recibe de sus universidades ninguna conexión práctica con el mundo circundante.

Este es un fenómeno social que perpetúa el control del poder por parte de unos privilegiados, pues quienes debieran presionar para ocupar su lugar en la vida social son formados con tal precariedad académica y tan poca vinculación con sus responsabilidades ciudadanas que al final no logran hallar el camino para competir a base de capacidades.

No hay duda de que en Colombia el Estado no ha hecho todo lo que tendría que hacer para asegurar que la educación superior cumpla su función democratizadora, que no es otra que el desarrollo del potencial intelectual, científico y tecnológico de los jóvenes, particularmente de aquellos que siendo muy capaces no provienen de los grupos sociales tradicionalmente privilegiados. Este es el tipo de liderazgo que perdura y que por desgracia nos hace tanta falta.