Especiales Semana

Sor Francisca Josefa del Castillo

Produjo en silencio la literatura mística más importante de la América colonial, superada quizá solamente por la de su admirada sor Juana Inés de la Cruz.

Juan Pablo Fernández*
3 de diciembre de 2005

Su vida y su creación literarias transcurrieron en medio del misterio que ella tanto buscó y que tanto la buscó a ella. Desde niña sintió una profunda curiosidad por los ultramundos cristianos. Las visiones del cielo y el infierno la fascinaban y atormentaban al mismo tiempo. Su madre le enseñó las primeras letras y esa fue básicamente toda la educación que recibió. El resto, el dominio de la lengua española, el latín y la obra de otros poetas místicos los aprendió leyendo sola. Siendo adolescente, Francisca Josefa se internó, a pesar de la oposición de su familia, en el Real Convento de Santa Clara donde vivió hasta su muerte y donde aún se conserva su última celda. Una habitación diminuta y austera: un catre, una mesa, una celosía que daba a la iglesia y desde donde podía ver sin ser vista, un crucifijo pesado y ningún sitio donde guardar sus escasos efectos personales. "Quiero entrar en esta clausura a padecer todo el tiempo de mi vida". Para ese mismo convento compró uno de los grandes tesoros de la colonia en Colombia, la famosa custodia de las clarisas. Su trabajo consta de tres obras. Una autobiografía, su vida escrita por ella misma (Filadelfia, 1817). Un conjunto de reflexiones místicas llamado Los afectos espirituales (Bogotá, 1843). Ambas a pedido de su confesor. Y los poemas recopilados en El cuaderno de Enciso (en sus Obras Completas, 1968). A pesar de seguir una tradición de escritura mística medieval, el peso y la profundidad de su obra parecen venir más de lo que veía dentro de su ser atormentado o de lo que lograba atisbar de los otros mundos en sus momentos extáticos, que de una reflexión intelectual. "Parecíame que tenía en lo íntimo de mi corazón una brasa viva, que me enseñaba sin palabras". La madre del Castillo vio otras cosas directamente, y ese conocimiento, verdadero o ilusorio, fue la meta de su vida, más que la literatura en si misma. Varios de sus poemas fueron rescatados de los márgenes de los libros de contabilidad del convento. En aquel entonces, la Inquisición vigilaba de cerca a quienes tenían experiencias místicas para encontrar trazas del diablo, y puede ser posible, según estudiosos de su obra, que sus escritos sean una relación de sus pensamientos para sus confesores que la supervisaban. Varias veces pensó seriamente en quemar sus textos al dudar acerca de quien se los inspiraba. Los pasajes más reputados de sus obras son las descripciones de sus visiones. Descripciones pavorosas y magníficas que nunca excluyeron la sensualidad y el erotismo de otros poetas místicos. "Como fuego la limpian (al alma las tribulaciones) y como abejas labran en ella panal, para que su querido con la miel que procede de su boca, y está escondida bajo su lengua, diga: comeré mi panal con mi miel". En su autobiografía describe recurrentemente sus sufrimientos terrenales, que incluían fuertes castigos físicos desde niña y la incomprensión de los demás, y también sus visiones demoníacas o proféticas. *Periodista de SEMANA